U no de estos domingos me afano en la finca, retirando losetas de un camino en desuso. Mientras voy levantándolas y quitándoles tierra y verdín con agua y cepillo, para guardarlas en un caseto de herramientas, acierta a pasar cerca una joven caminante china. China y parlanchina, que de sopetón me larga una filípica de agárrate. Vive en Cantón, estudia español en Madrid (con buen aprovechamiento, por cierto) y me riñe por limpiar las losetas: '¡Eso es el beso del tiempo!', me abronca, muy seria.
Huyo cohibido de tan poética ofensiva, pensando que el difunto García Trevijano, justo antes de tener la pésima idea de morirse, expresó una idea similar. Republicano contumaz, se pasó la vida denunciando que la Transición degeneró en nefasta 'partitocracia', aunque no se le hacía mucho caso desde que lo atribuyeron -ignoro si con justicia- unos negocios turbios en la turbia Guinea. Pues bien, poco antes de fenecer, el abogado sugirió que 'deja más huella una obra de arte que un libro de historia', como si un lienzo o una escultura -con verdín y todo- fuesen más explícitos que la página escrita.
Discrepo. De entrada, el público es voluble y olvidadizo. En 2017 hicimos un viaje familiar al Louvre (París bellísima, una primavera de alabastro), para ver una magna exposición del afamado Vermeer. Coincidió que también hubo cuadros de sus coetáneos, para mí desconocidos, y me sorprendió que Jan Steen, por ejemplo, fuese tan bueno o quizá mejor. Costumbristas, al gusto decorativo de una burguesía orgullosa de sus ajuares, cortinajes y organdíes, se diría que Vermeer no los desbancó por su pericia desbordante, sino por cosas del mercadeo.
Luego está el espinoso asunto de la interpretación. El año pasado me regalé una magnífica visita al 'Chillida Leku', cuyas grandes esculturas de hierro macizo entiendes mejor -acaso entiendes, a secas- si te las glosa un guía cualificado. Sucede que el arte más exigente, en la vanguardia expresiva de no se sabe bien qué, demanda una interpretación más nebulosa y enigmática que el libro más oscuro. (Por cierto, recientemente Guillermo Balbona ensalzaba en este periódico el 'Chillida Leku', sin mencionar que el maestro trabajó duro en Reinosa, entonces la única forja capaz de erigir las moles que anhelaba.)
Digo, pues, que un texto deja constancia más fiel y contundente del pasado. Salvo incendio (que también devora los museos), el papel resiste bajo el polvo y el moho, y siempre puede releerse, con el solo requisito de comprender el idioma y la jerga del autor. El arte se desvanece, se le erosiona la originalidad, pierde el favor de los marchantes, fallecen sus intérpretes, se lo comen otras formas y modas, pero lo escrito aguanta/aguarda, como un notario momificado.
Ahora bien, ¿es preferible el tocho del historiador académico, con sus citas y teorías, o basta hacerse una idea menos solidificada, picoteando en artículos periodísticos, efímeros, aquí y allá? A fin de cuentas, el escritor selecciona los datos, destila los sentimientos que le suscita 'la realidad del mundo', y los aliña con su estilo y metáforas. Puede sesgar, tergiversar y hasta mentir, tanto como puede ser veraz, ecuánime y aséptico, de modo que el lector no debería buscar la Verdad Revelada, sino un mero apunte provisional que los hechos se encargarán de ratificar o desmentir.
Visto que Cantabria queda fuera del corredor atlántico, plenamente instalada en el furgón de cola, releo el Diario Montañés del 16 diciembre de 1981. Costaba 30 pesetas y estallaba de gozo porque el Congreso había aprobado la autonomía. Se decían exultantes por el 'histórico logro', entre otros, Justo de las Cuevas y Alberto Cuartas, por la UCD, y Jaime Blanco, por el PSOE. Los comunistas engrosaron las 31 abstenciones, según explicó Solé Tura, pero hubo 249 síes y 2 míseros noes. Grandísima foto en Moncloa con más de 50 cargos públicos de la UCD, recibidos por el presidente Calvo Sotelo, con sus trajes de domingo. ¿Quién sospechó lo que se cernía, la enérgica desindustrialización, el lánguido decaimiento interregional, la aterradora parálisis económica, el encogimiento demográfico, la anemia financiera hasta ser una autonomía literalmente subsidiada, con más transferencias per cápita que la denostada Andalucía?
Hará cosa de un mes, se preguntaba Carlos Alsina, seguramente el mejor entrevistador del momento, en qué consiste el periodismo. Él lo ilustra bien, con su estilo conciso y mordaz. Consiste en la siguiente sarta de preguntas: 'Repítamelo, a ver si lo entiendo bien'. 'Ya, pero eso usted me dice no concuerda con lo que usted decía ayer'. 'Oiga, no tendrá usted el firme propósito de engañarme, ¿no?' Al plasmar las respuestas negro sobre blanco, surge la alsinamoria.
Pues bien, le cae tremendo chaparrón a Lorenzo Vidal de la Peña por cantar lo del barquero, que Cantabria se precipita hacia ninguna parte. No ha tenido el hombre dotes proféticas, pues PP significa Partido Partido, desde que se rompieron las crismas el que fuera presidente y la que fuera su vicepresidenta, pero hay señales inequívocas de que vamos al pelotón de los torpes. Habrá quien busque el beso del tiempo en los óxidos de Chillida, que los creó en Reinosa y nadie se acuerda, pero servidor más bien rastrea los síntomas en la prensa, esa gota malaya que desde 1982 viene lamiendo la careta de los embaucadores. Y ejerzo alsinamoria, y los suspiros de postal dejan paso al escozor de los hechos.