Febrero, 1394. Terres de l’Ebre
La tienda que compartía con Isabel se había transformado en un salón de alta costura, o al menos en la sastrería de un teatro. Como un improvisado equipo de diseñadores, Gonzalo, Esquieu y Gerard se hallaban dispuestos en círculo en torno a mí, aportando ideas, objeciones y, sobre todo, comentarios insulsos, mientras frey Pere, con semblante grave, ejercía de famoso y temido director y Guillaume, armado con unas tijeras, parecía hallarse en su salsa dando los últimos toques a mi disfraz de aldeana menesterosa y víctima de las luchas fratricidas en tierras del Ebre; su escondida vocación juglaresca siempre buscaba algún resquicio por donde emerger. Por mi parte, yo mostraba la cara tiznada, el cabello suelto y desgreñado, y más partes de mi cuerpo de las que me hubiera gustado, dado el frío de aquel crudo invierno, bajo mi raída, corta y desgarrada saya. El bretón observaba el conjunto meneando insatisfecho la cabeza:
-Se ve muy entera –concluyó, tras su examen.
-¿Yo o la saya? –ironicé. Él, concentrado en su tarea, ni me oyó.
-Un par de desgarros más por aquí quedarían perfectos.
Ya se disponía a meter la tijera hasta en la Sanidad, la educación y las pensiones, a pesar de haber prometido que no lo haría, cuando frey Pere intervino, como si fuera esa oposición de verdadera y comprometida izquierda que nos hubiera gustado en la España rajoyana, impidiéndoselo con sutileza.
-Hermano Guillaume, yo creo que es suficiente. Nuestros votos no autorizan acercarse tanto a una mujer; aunque sea por una buena causa –el visitador asintió, demasiado animado por los preparativos y deseoso de endilgar mandobles como para objetar.
-Pues ya está, entonces. Eowyn, no sé si tienes un aspecto horrible o maravilloso, pero muchacha, es difícil apartar la vista de ti.
Y en realidad aquello no resultaba tan extraña: aquel atuendo, con su escasa consistencia y los desgarros (que yo calificaría como ‘estratégicos’) perpetrados por Guillaume en la mejor tradición de Gaultier vistiendo a las actrices de una película de Almodóvar, la verdad es que dejaba muy poco a la imaginación. Y yo, aunque de pequeña estatura y sin considerarme demasiado vistosa, la verdad es que conservo bastantes curvas (a pesar de que llevo una larga temporada sin gozar de un régimen de alimentación decente); y ninguna de ellas quedaba oculta. Todo eso, unido a que estaba rodeada de tipos a los que se les había marcado como pecaminoso no solo catar, sino incluso ojear a una mujer, lograba que hasta el mesurado Gonzalo y el jovenzuelo Gerard no podieran evitar echarme una miradita: y qué decir del rijoso Esquieu, al cual se le escapaba la salivilla por la comisura de la boca cada vez que intentaba pronunciar una palabra. Pero bueno, aquello no me molestaba. Después de todo, yo hacía lo mismo cada vez que veía a un hombretón ligero de ropa, y eso que no había profesado votos que me hicieran andar desesperada.
Se oyeron unos pasos. Isabel, cada vez más flaca y desmejorada, avanzó titubeante desde la parte más oscura de la tienda. Yo me enfrentaba al horror de la guerra cada vez que veía su rostro, pues era como el retrato de Dorian Grey de toda aquella crueldad de la condición humana que nosotros, los acostumbrados a la batalla, intentábamos esconder, esconder y escondernos. Le tendí las manos al tiempo que frey Pere la sujetaba por el brazo: cuando caminaba, siempre nos parecía que se iba a desplomar antes de llegar hasta nosotros.
-Eowyn, no quiero que hagas esto. Es demasiado arriesgado
Le acaricié la cabeza.
-No lo es en absoluto, y menos para mí. Me toca la mejor parte, sacar a Guifré y a los demás del calabozo y traéroslos. Sí se puede. Podemos hacerlo. Con menores fuerzas se han conseguido mayores logros. Y te prometo que no me pasará nada. ¿Cuándo te he mentido yo?
-Siempre que lo has considerado oportuno –ella sonrió entre sus lágrimas-. Pero también es cierto que confío en ti. Ciegamente.
La abracé, y sentí como una marea poderosa, procedente de algún depósito ignorado de agua, golpeaba el dique de mis ojos secos. Afortunadamente logré contenerme. Frey Pere, entonces, rodeó los hombros de Isabel con el brazo y me estrechó la mano.
-Que Dios y la Virgen María os acompañen –deseó calurosamente.
-Al menos no habéis dicho Santa Teresa y la Virgen del Rocío –suspiré yo aliviada-. Lo de Dios y la Virgen normal y corriente siempre parece más razonable y menos del Opus. Aunque solo sea porque estamos más acostumbrados.
-La próxima vez que vuelvas a blasfemar te lavaré la boca con jabón, jovencita –amenazó con una sonrisa. Frey Pere no solía ser tan permisivo con esos temas, pero estaba demasiado asustado como para mostrarse intolerante: aquella misión no dejaba de tener un lado suicida. De inmediato, se acercó un poco más a mí y me susurró al oído-. Vuelve. Volved todos. Os necesitamos.
Asentí con la cabeza, y un repentino escozor en los ojos me hizo volverme y salir por la puerta, dejando a Isabel con Guillaume y Gerard (que en las últimas semanas no se despegaba de ella, aparentemente conmovido por su situación), y seguida por Guillaume, Esquieu y Gonzalo. Este último se ocuparía de la maniobra de distracción que nos permitiría abandonar el campamento sin ser advertidos; y en aquel mismo instante, justamente, el momento en que en que lentamente se cernía la noche sobre el campamento, sucedería. Un grupo nutrido de caballeros, que andaban por entre las tiendas fingiendo conversar, ejercitar a sus caballos o realizar alguna otra tarea, le miraron y comenzaron a arremolinarse, disimuladamente, alrededor de él. Guillaume, Esquieu y yo levantamos la vista hacia el castillo, que se elevaba a unos 300 metros rodeado de las derruidas e incendiadas casas de la pequeña población que este había enseñoreado, en un paisaje que se asemejaba a Kiev tras el paso de fascistas ucranianos controlados por la CIA y disfrazados de patriotas democráticos, y cuyos habitantes, muertos o esclavizados, no tenían ya tiempo o posibilidad de lamentarse de aquella destrucción. (Al menos, había dejado de llover). Gullaume, sin embargo, una vez hubo vuelto su mirada a nuestro entorno y constatado nuestras escasas fuerzas (al menos comparadas con como deberían haber sido), sí se lamentó copiosamente.
-Míranos –me dijo-. Éramos la orden más poderosa de la cristiandad. Inspirábamos un temor cerval en el campo del batalla, y en los salones de palacio nuestro poder hacía inclinar la cabeza casi hasta al Santo Padre. Y ahora ¿qué tenemos? Unas arcas prácticamente vacías, unos efectivos menguados, con un descenso vertiginoso de las vocaciones, y un sometimiento total, al menos de facto, a las decisiones de todos los monarcas de la cristiandad. Como cuentas tú que andarán los reinos hispánicos en el siglo XXI hacia los gobernantes de ese nuevo país al otro lado del Oceáno. Ni siquiera podemos liberar a los nuestros abiertamente, sin subterfugios.
Se trataba de uno de los ataques de pesimismo de Guillaume; afortunadamente, no duraban mucho. Constaté entonces cuándo amaba la Orden a pesar de todo, a pesar de la misma Orden y de su ambición personal, y me recordó a aquellos militantes de partidos de la izquierda que en el siglo XXI siguen integrando las filas de su organización aunque esta ya no se parece a sí misma, si alguna vez lo hizo: en España y en Cataluña había buenos ejemplos de esta trágica tendencia. No obstante intenté animarlo, sin mentir, eso sí, acerca de lo que pensaba: yo intentaba obrar cuán buenamente podía en mi vida, pero dudaba entre quiénes eran los héroes y quiénes los villanos. Si es que no existían solo los segundos, como me temía.
-Sic transit gloria mundi, Guillaume, es ley de vida. Evidentemente ya no os toman tan en serio como antes. Y habéis cometido un error esperando una resolución pacífica de este conflicto. Pero de los errores se aprende, nuestro plan puede funcionar y, cuando hayamos liberado a todos los prisioneros, tenéis la oportunidad de remozar el Temple completamente, limpiarlo de corruptos y de traidores y darle la función que debería haber tenido desde el principio, proteger a los más desfavorecidos. Sois hábiles creando riqueza y ya habéis gastado demasiada de ella en destrucción y muerte, engañados por una falsa idea de lo correcto y cristiano, manipulados por quienes de verdad ostentan el poder, o quizá cómplices. Ya es hora que la invirtáis en la vida.
Me miró con una sonrisa beatífica, como si vislumbrara aquellos horizontes de paz y prosperidad que a mí misma, que los proponía, en el fondo me parecían imposibles: era, probablemente, muy tarde para deshacer lo desandado, nuestra reacción había sido cobarde y tardía. Pero no pudo contestarme, pues Esquieu, que había ido a buscar los caballos y las cargadas acémilas, ya regresaba. Le tendió una cuerda a Guillaume con la que este me ató las manos de una manera simbólica, antes de subir a su montura y de ayudarme a ocupar la parte delantera de esta. El sargento, con atuendo de escudero seglar, hizo lo propio mientras su supuesto amo hacía una señal a Gonzalo.
-Adelante –dijo el bretón, murmurando a continuación algo que parecía una oración en su lengua materna.
Amparados por la semioscuridad, rodeamos el campamento y salimos por la parte del mismo más desprotegida, un zona boscosa que cercaba un tramo de murallas sin poternas, bastante a resguardo de las torres, y a la que se llegaba tras una agotadora escalada por pedregosos y resbaladizos riscos. Tras de nosotros, se escuchaba un tremendo tumulto, pues Gonzalo y sus hombres estaban remedando un ataque desesperado contra la entrada principal de la fortaleza, ataque que sería prontamente frustrado por frey Pere y los dos o tres mayores dignatarios que lo acompañaban, pero que serviría para que toda la vigilancia se concentrara en esta parte impidiendo que se advirtiera nuestra maniobra y proporcionándonos una explicación de nuestra fácil llegada al castillo. Siguió una hora larga de ascenso, calculo, hasta que pudimos llegar al estrecho sendero que rodeaba el recinto exterior, y que seguimos para acceder a la entrada. Las almenas de las dos torres y del camino de ronda a nuestro alcance aún seguían vacías de guardias, pero insistentes rumores de pisadas, murmullos y golpear de hierros nos advirtieron de que pronto dejaríamos de estar solos.
-Recuerda –me advirtió Guillaume-. Cuando yo los tenga a todos entretenidos y borrachos, tu único cometido será abrir una la puerta y dejar entrar a los nuestros, y a continuación aprovechar el tumulto para liberar a los prisioneros. Cuando lo hayas hecho, ni se te ocurra meterte en la refriega: recuerda que no vas armada; sencillamente, guíales hacia el exterior donde frey Pere y maese Salomón les estarán esperando y, si alguien te provoca, simplemente huye: nadie va a pensar que eres una cobarde por ello.
Guillaume, desde luego, conocía bien mi facilidad de meterme en líos.
-Pierde cuidado –le contesté, pensando para mis adentros que haría lo que considerara oportuno, según la situación. Esquieu intervino.
-Eowyn, tengo una curiosidad. ¿Cómo aprendiste a luchar? No es algo común en una chica.
Me encogí de hombros.
-Yo no lo veía así de niña. Mi madre nunca fue un modelo para mí, supongo que por su poco apego hacia sus hijos, así que no crecí pensando que lo que yo debería hacer es coser, limpiar, preparar comidas y ser la esclava de un tío. Me parecía más divertido jugar a las batallas, como hacían los niños de la aldea; en ese momento de la vida piensas que la guerra es emocionante y honorable, ya ves tú. Pero para conseguir que ellos me aceptaran tuve que encajar muchos golpes, y eso me hizo fuerte y hábil. Más adelante, cuando vi que mis padres y el señor del lugar querían casarme, me escapé, y en mi periplo siempre busqué relacionarme con quien pudiera enseñarme más, en todos los sentidos. Pensar y aprender es la única manera de ser libre y de equivocarte lo menos posible en la vida: por eso no nos lo facilitan.
Esquieu lanzó algo que sonó como un silbido de admiración.
-De verdad que eres sorprendente.
-No lo creas –refuté yo-. Puedo no ser muy común, pero en ningún caso única. Hay muchas como yo.
En lo alto de la barbacana de la fachada principal del castillo, a la que acabábamos de arribar, ya habían aparecido los centinelas después de la fingida falsa alarma. Al vernos se apresuraron a darnos en alto.
-No os mováis de ahí. ¿Quién sois y cómo habéis burlado el cerco?
-Las explicaciones en su momento –Guillaume habló en un castellano perfecto y sin sombra de acento-. Mi nombre es Rodrigo y traigo un mensaje de la señora Blanca, a la que vuestros señores sin duda conocen bien. Y es urgente. Por cierto –señaló las acémilas-, también he traído víveres, cosa que sin duda agradeceréis dada vuestra situación, y asimismo buenas noticias.
Poco tardó el portalón en abrirse. El capitán de la guardia, bien pertrechado por un sobrado contingente de hombres, salió a caballo.
-Enseñadme la carta –exigió. Guillaume le obedeció; al parecer, el guardia reconoció el sello de Blanca. Me señaló-. ¿Y ella?
-Una morisca que he encontrado en una de las aldeas a las que buenamente tu señor ha dado su cumplido castigo –Guillaume ilustró su definición con un cachete en mi culo. Yo le golpeé disimuladamente con el talón en la espinilla. Conteniendo un gemido de dolor, siguió hablando-, rebelde y muy arisca, pero que yo diría puede ser un volcán en la cama. La he traído para comprobarlo –guiño un ojo al capitán- y luego tal vez queráis efectuar vosotros vuestras propias comprobaciones…
Lo que tenía que escuchar una por la causa, Dios mío. El guardia me recorrió con la mirada, calibrando la magnitud del regalo que se le ofrecía. Después, le ordenó a uno de sus subordinados-. Avisa al señor Berenguer, ahora mismo -y, dirigiéndose a Guillaume, y con deferencia-. Podéis seguirme, don Rodrigo.
Entramos en la fortaleza. Yo atisbaba nerviosa a mi alrededor, intentando reconocer alguna señal de mis compañeros, sin éxito. ¿Podría ser que estuvieran todos muertos ya? La idea me torturaba más de lo que quería reconocer, y también pensaba en el resto de los cautivos, las mujeres y los niños, sobre todo… ¿Evitaríamos que acabaran siendo vendidos como esclavos, como un trabajador del siglo XXI chantajeado a aceptar condiciones laborales de pesadilla para que no se cerrara su empresa? Por desgracia, aquello me parecía altamente improbable. El patio de armas era un recinto rectangular donde se apiñaban varias dependencias, y me llamó especialmente la atención, justo ante mí, contiguo al edificio que alojaba las habitaciones destinadas a la guardia, una construcción que disponía de un solo ventanuco enrejado. Cambié una rápida mirada de inteligencia con Guillaume, antes de que un noble de edad indefinida, cintura gruesa y blanda, ataviado como si saliera de un banquete en la Corte de Barcelona, y acompañado de un igualmente engalanado séquito, emergiera de la puerta de entrada del recinto principal, situada a mi derecha: Berenguer de Entença, por lo que yo sabía, era un avezado, orgullosos y cruel militar, pero aquel tío me pareció un petimetre.
-Esperábamos vuestra llegada, don Rodrigo. Creo que tenéis muchas cosas que contarnos. Las órdenes de doña Blanca han sido algo difíciles de cumplir, a pesar de que no nos han bastado deseos de complacerla –una cruel ironía era patente en sus palabras, pero también le cotaba disimular su impaciencia-. ¿Sabéis dónde puede estar el personaje que buscamos? ¿Tal vez habéis podido contactar con nuestros hombres infiltrados en el campamento de los malnacidos templarios?
Guillaume se estremeció imperceptiblemente.: como tantas otras cosas, no había creído en demasía mis sospechas sobre que teníamos espías en el campamento. Eso le hubiera supuesto tener que desconfiar de su Orden, cosa impensable para su tan contradictoria a veces mentalidad. Pero ahora se veía abocado a ello.
-Me temo que eso ha sido imposible –su tono de voz me pareció seguro, a pesar de la dificultad de hablar sin saber qué sabía Berenguer de Entença y qué ignoraba-. Los mensajes que pudieran haber enviado no han llegado, o al menos no lo habían hecho cuando vi a doña Blanca por última vez. Ahora no se detiene mucho tiempo en el mismo sitio: al parecer está intentando encontrar a una esquiva mercenaria, amiga de nuestro objetivo, que se le escapó en una ocasión, y lo ha convertido casi en una cuestión personal –se encogió de hombros-. Y por otra parte, yo tenía entendido que erais vos, en primer lugar, quien debía ser informado.
La mirada grave que dirigió el de Entença a Guillaume heló la sangre en mis venas por un momento. Pero luego el noble prorrumpió en una estruendosa carcajada: estaba más alegre que si hubiera triunfado en un elaborado plan para exculpar a unos queridos amigos delincuentes y además, matando dos pájaros de un tiro, echado los perros contra sus jueces.
-¡Ja, ja, ja! Tenéis razón, don Rodrigo. Pero puesto que nuestros amigos tienen dificultad de salir del campamento, pensé que tal vez habrían rastreado otras opciones. No parece que estén siendo muy útiles de momento. Sin embargo, el último mensaje que recibí de ellos me avisaba que indudablemente ese hombre se hallaba en nuestros prisioneros. Lástima que no puedo matarles a todos, gracias a nuestro amado monarca, al que Dios guarde muchos años –ahora su postura me pareció francamente psicopática, pero en realidad había muchos como él-, porque ni bajo tortura –me recorrió un escalofrío- han querido confesar de quién se trata. Pero ahora, con vos aquí, todo esto cambiará.
-Estoy deseoso de ayudaros –contestó rápidamente el falso caballero castellano-. Si esos informes no mienten, podemos entrar en las mazmorras de inmediato y os revelaré la identidad de ese hombre.
-¿Y qué prisa tenéis? –rebatió el mandamás, a quien yo deseaba ver tan derrotado como a Lasquetty cuando se le jodió su plan privatizador-. Podemos dejarlo perfectamente para mañana, es muy tarde y yo, por mi parte, anhelo probar las exquisiteces que dicen mis hombres que traéis en esas alforjas. Como podéis comprender, la situación de sitio nos ha dejado en grave penuria e inanición.
No me parecía a mí su aspecto la viva imagen de la inanición, pero Guillaume, aliviado por no tener que seguir representando, de momento, la escena más peligrosa de su papel, se dispuso a seguirle.
-Subid el equipaje de don Rodrigo a la alcoba de arriba -gritó el de Entença a unas sirvientas que observaban, sumisas, la escena y, señalándome- y a ella también –se volvió hacia el fingido Rodrigo-. ¿Necesitáis que os la encierren?
-¡De ninguna manera! –se indignó, como si se pudiera en duda su masculinidad. Luego esbozó una sonrisa pícara-. Ella está deseando que llegue el momento de hacerme gozar-. Volvió golpearme en el culo; esta vez no puede vengarme de inmediato, pero tiempo habría. En lugar de eso, me apresuré a asentir y sonreír, como un pingüino de Madagascar, mientras hacía una reverencia a aquel hijo de Satanás digno de integrar el gabinete de Artur Mas.
-Bien, veo que la tenéis bien enseñada –decidió el conquistador del castillo-. Ahora acompañadme a la sala. Abriremos el apetito con un buen vino –yo, conducida por tres atareadas sirvientas que cargaban con las bolsas de Guillaume (en realidad, pertenecían al verdadero Rodrigo)- les precedí. Recordé aquella canción del 1936, vieja y futura al mismo tiempo, intemporal en realidad. “Ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo”. Ojalá aquella aventura no acabara igual al conflicto al que se refería la letra, pensé. Poco sabía yo entonces que en realidad terminaría mucho peor.
(Sigue).