(viene de) Ni la historia ni las historias lo mencionan: se habla de victorias y de derrotas, pero no del trabajo que acarrean. Ni de retirar los escombros de la destrucción, ni de empezar a construir sobre la tierra ganada. Pero es obvio que tras la batalla se imponen una serie de tareas tan ímprobas como poco gratas: retirar a los muertos, atended a los heridos, encerrar a los prisioneros, limpiad el campo de batalla… sí, también hay reparto de botín, no voy a negarlo, y yo me quedé bien contenta con lo que me tocó (al menos podría comer durante dos semanas seguidas, y con un poco de suerte y reduciendo las raciones, hasta dos y media: bastante menos de lo que les pagan a los guarimberos de Venezuela por fingir que son ciudadanos descontentos con una supuesta dictadura, pero bueno). Pero como podéis imaginar hubiese dado aquello, y el doble si lo hubiese tenido, por hacer que el pobre Bernat regresase de entre los muertos. No obstante, la mayor satisfacción para mí fue ver cómo los Entença, despojados de sus ricas vestiduras y pertrechos, fueron a dar con sus huesos a la dependencia donde habían encerrado a los aldeanos de las Tierras del Ebro que habían capturado, los mismo a los que, vendidos a no se sabe quién, yo no había podido salvar. Me encantó la forma en que a Berenguer se le descompuso su rostro (que podía haber sido agraciado si no lo hubiera adornado su expresión de absoluta autocomplacencia y desprecio del resto de la Humanidad, sobre todo de la Humanidad pobre, que gracias a personas como él cada día lo es un poco más) cuando vio dónde tendría que pasar la noche.
-No habéis acabado con nosotros, desgraciados hijos de puta. No podéis nada contra la familia Entença. Volveremos, y entonces tendréis que temernos como no habéis temido a nadie antes y suplicarnos por vuestras miserables vidas.
Sí, lo sé. Parece el villano de una mala película o de una serie de dibujitos animados, pero eso justamente es lo que dijo.
-Estamos seguros -respondió Frey Pere imperturbable, en la mejor tradición de un maestro Yoda terráqueo y menos evolucionado tecnológicamente- de que volveréis. La gente como vosotros, la que hace de la guerra y la destrucción de otros pueblos su vida y su afán, siempre vuelve –pensé inmediatamente en EE.UU.-. Pero nunca conseguiréis que os temamos. Y menos que os supliquemos.
La respuesta del comendador y comandante de las tropas templarias dejó sin palabras al noble, que se limitó a volverse y a seguir a los miembros de la caravana de prisioneros. Un contingente se quedó guardándolos, mientras otros grupos se dedicaban a las tareas explicadas antes (aunque, afortunadamente, y gracias a nuestros dos sorpresivos ataques, hubo pocas bajas que lamentar de nuestro bando). Guillaume y yo, por nuestra parte, nos ocupamos de conducir a la enfermería a los que necesitaban atención médica, en parihuelas o a pie según su estado, y así tuve la oportunidad que ver el reencuentro entre Isabel y Guifré, a la cual, y a pesar de todo lo vivido y padecido, no le faltó más que la presencia de su amante para dar un cambio radical, engordar 10 kilos y rejuvenecer cinco años en un solo segundo. Guillaume se enjugó una lagrimita.
-Estas escenas me emocionan –confesó.
-A mí me dan un poco de ganas de vomitar –dije yo, en cambio-. Me alegro muchísimo de que hayamos ayudado a reunirlos y todo eso, pero podrían cortarse un poco a la hora de demostrar sus sentimientos. Esto parece un capítulo de Amor en cataratas, título que creo que acabo de inventarme ahora mismo pero que sería muy adecuado para cualquier telenovela emitida en uno de esos canales raros de la TDT –siempre he pensado que había que desmontar el amor romántico: ese mito, al igual que los religiosos, es el responsable de innumerables muertes desde que fue creado.
-¿Es que nadie te ha enseñado nada acerca de la fin’amors? –me preguntó él, algo contrariado.
-Sería inútil. Soy la persona menos romántica que existe: he nacido así. Lo mejor es dejarme por imposible –le di una fuerte palmada en la espalda-. Anda, ve a hacer lo que sea que tengas que hacer. Yo iré a ver cómo está nuestro amigo. Tenía demasiado buen aspecto la última vez que le vi, y después de lo que ha debido de pasar eso solo puede ser indicio de que tiene un pie en la tumba.
Guillaume hizo ademán de marcharse, pero antes se volvió hacia mí
-Dale recuerdos de mi parte –me instó -. Me moriré de risa imaginándome cómo se enfurruña.
Tal como me dijeron, Maese Salomón estaba con él. Le había instalado tras la cortina más alejada de la puerta de la tienda enfermería. Me fijé que el cubículo era un poco más grande y aireado que los demás.
-Ya veo que mantienes los privilegios –acusé al médico, por todo saludo-. Espero que no estés esquilmando a los demás heridos para regalarle a él y él a los que son como él. No le gustaría –afortunadamente, con todos sus defectos, no se parecía en nada a los directivos de la patronal de Madrid, ni al gobierno de esa Comunidad.
-Ah, a ti te estaba buscando –me espetó como respuesta-. Pero antes he de decirte que no se trata de privilegios. Le he puesto aquí porque quería poder tratarlo con tranquilidad.
-¿Acaso está grave? –inquirí, preocupada. Pero el médico no tardó en hacer un gesto de negación.
-En absoluto. Y ese es precisamente el problema. Ven, quiero que veas algo.
Me llevó junta a la cama de mi amigo, que parecía dormir profundamente.
-Pero… está inconsciente –yo no las tenía todas conmigo. Maese Salomón soltó una estruendosa carcajada.
-¡Nada de eso! Simplemente duerme como un bendito. Debía de estar terriblemente cansado el pobre.
-Esa es una explicación posible –aduje yo-. Aunque siempre le gustó mucho dormir. Incluso más que comer o beber, que ya es decir. Y quizá más que lo otro; pero eso no lo puedo asegurar, porque como al pobre sus reglas y sus votos, que parecen escritos por Rouco Varela, no le dejan averiguarlo… Pero ¿qué querías enseñarme, matasanos?
-Esto –Maese Salomón, con un rápido gesto, retiró la ropa de la cama que cubría al susodicho, dejando, en un cuerpo grande y fuerte que apenas mostraba las huellas de una edad ya no tan juvenil, sus cicatrices a la vista. Me asombró que todas y cada una de ellas parecían ser bastante antiguas, a diferencia de las que había observado en Guifré y en otros de los ex cautivos. Miré dubitativa hacia el médico.
-¿Esto es normal? –me preguntó-. Tú le conoces desde hace tiempo. ¿Siempre le cicatrizaban las heridas tan rápido?
Me encogí de hombros.
-Que yo sepa -respondí-, funcionaba como el resto de los mortales en este sentido. Si le herían sangraba, como tú y como yo, y tardaba en curarse… pues lo normal en estos casos. No te compliques la vida, curandero: seguramente no le torturaron tanto como a los otros. Es bastante más listo de lo que parece tras esa pose de beato: seguramente enredó a sus verdugos.
Maese Salomón movía la cabeza repetidamente.
-No es eso lo que me ha contado el comendador de Corbera. Dijo que atraía todas las torturas hacia sí para ahorrárselas a sus compañeros.
-Eso sería muy propio de él, pero las pruebas indican lo contrario.
-También está el hecho de su escasa pérdida de peso –insistió el galeno-. Los otros se han quedado tan flacos como aldeanos en época de sequía. Él está prácticamente igual que la primera vez que le vi.
-Es demasiado corpulento para que se le note la operación bikini carcelaria –sin hacer caso a su mueca interrogante, continué-. Todos los científicos sois iguales: siempre buscándoles los tres pies al gato. Lamento decepcionarte, pero no tienes aquí ningún espécimen que puedas estudiar para salvar vidas. Ojalá fuera tan fácil…
Él bajó la cabeza y yo le di un cordial puñetazo en el hombro. Tras una última mirada a mi amigo, salí de allí tan de prisa como pude: odio la sangre y las vísceras (sí, lo sé, es bastante extraño dado a lo que me dedico, pero es cierto) y en cuanto más tiempo permaneciera allí, más posibilidades había de que alguien me pidiera que echara una mano para retirar algún miembro amputado o barrer unos intestinos. Además, me inquietaba sobremanera lo que Maese Salomón había constatado; aunque yo le otorgaba una lectura muy diferente. La idea que rondaba por mi cabeza casi me avergonzaba, pero no podía evitar formulármela. ¿Y si, me preguntaba, las pretendidas torturas que le efectuaron fueron una comedia? Tal vez el belicoso Berenguer le había ofrecido ayuda para su Cruzada, era lo suficiente rico e influyente entre otros nobles y en algunos reinos para ello: incluso en las organizaciones teóricamente más solidarias hay veleidades corruptas, peleas por los sillones. Demasiadas, creo yo. Y ciertamente había mucha división interna en el Temple sobre si era conveniente o no seguir con la política de conquista en Tierra Santa. Resultaba un poco conspiranoico, quizás, pero no podía evitar pensar que la guerra de los Entença contra los templarios era la oportunidad de oro para que mi viejo compañero se quitara unos cuantos adversarios de encima, incluso dentro del Grupo de los Ocho. Frey Pere, sin ir más lejos. Yo había sabido que en el interrumpido Capítulo de Montpellier hubo disensiones graves al respecto. ¿Era posible que el traidor del campamento estuviese a sus órdenes? ¡Tal vez yo nunca fui para él más que un títere manipulable al que utilizó para escalar en la Orden lo suficiente como para cumplir sus sangrientas veleidades!
La cabeza comenzó a darme vueltas. Si mis sospechas se confirmaban, aquello sería mucho peor que decepcionarme o incluso traicionarme; sería como arrebatarme la golpe toda mi humanidad. Porque si yo alguna vez había creído ciegamente en la honradez de alguien, era en la de aquel hombre. No, la poca fe que me quedaba en el género humano no sobreviviría a aquello. Un agujero negro se abrió en mi estómago en mitad de un dolor mucho más agudo que ninguna de las heridas que he recibido en mis ya bastantes años en el oficio, y un acceso de náusea amenazó con ahogarme; y aquel pesar casi incalculable se unió al que ya sentía por la muerte de Bernat, dejándome fuera de combate. Creo recordar que llegué a mi tienda casi arrastrándome y me eché en mi camastro –la decepción es el primer detonante del inmovilismo; y si no que se lo digan a la España post-transición franquista. ¿O es el silencio de los medios, como con la Marcha de la Dignidad del 22-M?-, deseando tener una buena porción de vino a mi alcance: pero hay pesares que ni el alcohol cura. Y, en lugar de un barril de vino aparecido de la nada, el que llegó fue Guillaume, que primero asomó la cabeza por la puerta, aparentando discreción, y sin mucha solución de continuidad acabó por entrar.
-No me ha parecido cortés empeñarme en dormir en mi tienda. A juzgar por la actitud de Guifré e Isabel, esta noche la necesitaban para ellos solos. Así que, dando por sentado que el catre de ella estaría libre, he venido aquí con la sola intención de echar un sueño reparador –me miró con intención-. Aunque estaría abierto a posibles alternativas si se presentan…
Vi mi expresión reflejada en la mirada de sus ojos. Creo que no era demasiado halagüeña.
-… aunque creo que esta noche para ti no es el momento idóneo para actividades de ningún tipo. Necesitas descansar y, sobre todo, llorar a Bernat. Así es que no te molestaré en lo más mínimo. No obstante, si necesitas hablar, aquí estoy.
Su generosa oferta casi me emocionó: nunca habría creído que Guillaume podía tener la empatía suficientemente como para ocuparse de las penas de otro ser humano. Al parecer, la psicología humana era un misterio, un misterio que solo en escasas ocasiones, como la que se estaba desarrollando ante mis ojos, te deparaba alguna sorpresa agradable, la solidaridad triunfaba. Pero yo no pensaba aceptarla: hacía siglos que era incapaz de sobrellevar mis penas cargándolas sobre otra persona. Me cubrí con la manta tras un asentimiento de cabeza, y apagué la vela que tenía a mi lado. Él hizo lo mismo con las antorchas que iluminaban la tienda antes de acostarse a su vez en la cama de Isabel. Pude oír cómo me decía, antes de que el sueño motivado por los trabajos y las emociones del día, me venciera:
-Además, creo que esta noche no te convenía estar sola.
Tal vez tenía razón. Pero no pensaba reconocerlo, ni ante él ni ante nadie, así que me mataran.
Fue un duermevela lleno de pesadillas. Mis sospechas se materializaron y llenaron de historias de terror mis sueños. Pero la mañana llegó, y con ella una nueva esperanza, o más bien una renovada oportunidad para las vicisitudes. Primero me despertó el sol, pues la hora prima había pasado con creces, y luego Esquieu remató la faena. La expresión desagradable de su rostro, enfatizada por su aquella mirada que cada vez me parecía más enfermizamente sucia, aparecieron en mi horizonte visual, a una considerable distancia de mí aunque no a la suficiente. Nunca a la suficiente.
-Los señores hermanos me han mandado que te despierte. Se celebra un capítulo para decidir la suerte de los Entença prisioneros, y desean que estés presente. ¡Vamos, date prisa! Es un gran honor, y mucho más para una mujer plebeya –aquel recordatorio me resultó completamente prescindible, y nada gentil.
-Está bien, está bien… -yo me frotaba los ojos-. Diles que estaré allí antes de que tengan tiempo de acabar con los rezos. Mucho antes, porque estas siempre suelen ser demasiado largas –pero el sargento, inexplicablemente (o no tanto) parecía resistirse a moverse-. ¡Vamos! –le insté-. ¿Qué esperas? –me hizo una reverencia irónica y salió a la carrera. No podía evitarlo: cada día me gustaba menos aquel hombre. Pero relegando el tema a un segundo lugar, junto a los descubrimientos de la víspera, hice mis abluciones matinales, me puse mi mejor camisa y túnica (fácil: solo tenía dos de cada) y me lancé hacia el lugar de reunión.
Sentados a lo largo de la mesa de la Sala Capitular (limpia de los restos de la última farra de los Entença que tan mal para ellos había concluido), la reunión estaba dando comienzo, o mejor dicho, se hallaban en el final de las interminables oraciones previas. Mi presencia, entre tanto militar religioso vestido de blanco, chirriaba un poco, pero al menos no era la única seglar (aunque sí la única mujer y también la única plebeya, tal como había tenido a bien indicarme Esquieu): Guillem de Montcada, uno de los jefes de la familia enemiga de los Entença que solía colaborar con los templarios cuando sus sempiternos adversarios tenían ganas de pelea, estaba también allí (hay que recordar que también fueron durante mucho tiempo aliados, e incluso estaban emparentados familiarmente. Eso demuestra que nunca hay que fiarse de los nobles: ni de los políticos del Sistema). En cuanto a los demás, no voy a hacer una lista detallada de los presentes, al igual como no la he hecho hasta ahora de todos los comendadores y gentileshombres varios templarios que participaban en la batalla, sus lugares de origen y sus familias: en parte, porque no soy Homero ni lo pretendo, en parte porque no conozco todos los detalles, y en parte porque hay que ir al grano y relatar los hechos importantes, que luego dicen los SEOs que los post de blog de más de 20 páginas no los lee nadie. Así que os debería bastar saber por el momento que, aparte del de Montcada, estaban presentes mi viejo compañero, el sospechoso de traidor, ya recuperado de sus inexistentes heridas, Guillaume, Guifré, Gonzalo, los otros tres caballeros supervivientes de la mesnada que siempre acompañaba al visitador (los londinenses Richard y Arthur, gemelos, y el florentino Manfredo, tan graves y concienzudos que parecían haber hecho voto de silencio de por vida), el comendador de Corbera, Frey Pere, y los hombres de estos, entre otros que no voy a citar por no tener papel en esta historia. Todas las miradas se volvieron hacia mí cuando entré por la puerta.
-Ah, estás aquí, Eowyn –Frey Pere me saludó calurosamente-. Antes de comenzar el capítulo propiamente dicho, quiero darte en nombre de todos las gracias por lo que hiciste en la batalla. Arriesgando tu vida para avisarnos de la trampa, se puede decir que nos diste el triunfo. Y aparte de eso, tu comportamiento fue ejemplar. Lástima que solo podamos ofrecerte nuestra gratitud: si fueras un hombre, te daríamos un sitio en nuestra orden.
Contesté rápidamente.
-No, gracias –me salió del alma. Se oyeron algunas risitas mal disimuladas. Yo intenté rectificar-. Quiero decir… ejem… que no hace falta que me recompenséis de ninguna manera, yo lo hice por mis amigos, de los que tengo muchos en el Temple –hice una leve reverencia generalizada, sin dejar de pensar lo diferente que son las cosas desde el punto de vista en que observan: ellos parecían pensar que yo era una heroína; yo sabía perfectamente que solo era una fracasada.
Frey Pere sonrió.
-Muchos, además de ti, se comportaron como auténticos héroes –se volvió hacia mi amigo-. Vos, buen señor, ayudasteis a mantener la moral de los prisioneros y fuisteis bálsamo de sus heridas físicas y espirituales, aparte de sacrificaros por ellos y jugar un papel imprescindible en la toma posterior del castillo –estuve a punto de bufar, asqueada, pero afortunadamente logré contenerme-. Igualmente he de citar al hermano Gonzalo, que tomó rápida y acertadamente una difícil decisión que asimismo facilitó la victoria, al hermano Guifré, a nuestro visitador general y a… -vuelvo a recordar que no soy Homero, así que me interrumpo aquí-. Y ahora –continuó el viejo comandante-, hemos de tratar el tema principal que nos ocupa en esta reunión: el futuro de los Entença. Creo que todos los presentes estarán de acuerdo en que debemos liberarlos.
Todos guardaron silencio. Los que me conocían más íntimamente, además, me hurtaron la mirada y bajaron las cabezas, ocultas bajo la capucha de la cota de malla y la de sus capas. Y entonces comprendí.
-Queríais que estuviera presente, pero no estaba previsto que participara en la decisión. Solo deseabais evitar que armara algún escándalo. Porque vosotros mismo sabéis que liberarlos, como si nada hubiera ocurrido, es exactamente lo mismo que concederles patente de corso para que sigan cometiendo desmanes hasta que el rey les pare los pies, lo que no creo que suceda hasta dentro de muchos años, conociendo las prioridades reales y el lugar que el bienestar de sus súbditos de las Tierras del Ebro ocupa en ellas –las mismas Tierras del Ebro que continuarán en el siglo XXI amenazadas con ser vendidas al mejor postor.
-No tenemos otra opción –argumentó Frey Pere-, y en el fondo lo sabes, jovencita.
-Sí la tenéis –dije- Sólo os falta voluntad política –nadie dijo nunca que la vida fuera fácil: pero la mayoría de los obstáculos son fruto de nuestros desequilibrios internos, de nuestro miedo y de nuestra ambición. Se puede poner azafatas en las fronteras y sembrarlas de pétalos de rosa para que reciban como se merecen a unas personas que han vivido experiencias dignas de las peores pesadillas por un sueño absurdo, pero que es el único que tenían, tal vez huyendo de la muerte o de la desesperación, tal vez llevando sobre sus espaldas la responsabilidad de la salvación de toda su familia. Y en lugar de ello los asesinamos con la mayor impunidad. Se puede atenderles y encontrar una solución a su situación, aunque sea recaudando dinero de organismos supranacionales. Se puede combatir a las mafias que trafican con personas en lugar de criminalizar a sus víctimas. Se puede enviar a gente como los Entença a la oscura prisión que les correspondería, o un destierro tan lejano que les impida cometer maldades. Sí, sí se puede, pero no quieren. Es cierto, es cierto.
-Reflexiona, Eowyn –era mi amigo el que ahora se dirigía a mí-. Eres demasiado impetuosa y estás llena de excesivas buenas intenciones. Pero ¿crees que acabar con una de las familias más poderosas del reino, o bien encarceladles a perpetuidad, o obligadles a desterrarse, sería la solución? ¿Crees que el rey lo permitirá? Y aunque lo hiciera, ¿quieres una guerra interna generalizada que desangre Aragón y tal vez se extienda a Castilla? ¿La quieres?
Por desgracia, tenía razón: intervenir tan alegremente en asuntos de familias (o de países) a menudo puede desembocar en un conflicto que se escape de las manos. La CIA y la UE, con la colaboración de Rusia que también defiende a sus oligarquías, deberían haberlo pensado antes de convertir Ucrania en un escenario pre-III Guerra Mundial. Pero no pensaba dar mi brazo a torcer.
-No se trata de encarcelarles a perpetuidad. Solo hasta forzar el rey a que tome cartas en el asunto. Tenemos pruebas, además, de que Blanca es cómplice de los Entença y planea una conspiración contra él.
-El resultado será el mismo, Eowyn…
-Además –intervino Guillaume-, el soberano no quiere escuchar nada en contra de Blanca. No creas que no se ha intentado ya. Acusarla solo nos perjudicaría.
Yo apreté los puños. La ira se me llevaba.
-Entonces, ¿queréis decir que tenemos las manos atadas?
-Me temo que así es –contestó Frey Pere.
-Sois todos una pandilla de cobardes –sabía que estaba siendo algo injusta, que seguramente los templarios acabarían como el juez Silva o como el juez Garzón, superimputados y apartados de su carreras por haber osado desafiar a los poderosos (y ni siquiera podrían escribir un libro después) pero no podía evitarlo: la rabia me cegaba, y no me resignaba a que no existiera alguna solución-. Al menos ocupaos de esas personas, de la gente sin casa ni tierras, de los huérfanos y las viudas. Tenéis responsabilidad en esto. No podéis dejarlos a su suerte. Porque, además, pronto habrá más desahuciados.
-Nuestras arcas ya no son las que eran antes de Acre –convino Frey Pere-. Pero puedes estar segura de que haremos todo lo que podamos.
-Lástima que la ayuda no vaya a llegar a tiempo para tantos…
En ese momento, sorpresivamente, Gonzalo dio un paso adelante.
-¿Y por qué tenemos que cumplir las órdenes de esta advenediza, de este ser antinatural que viste como un hombre y que probablemente tienen tratos carnales con mujeres? –gritó. Yo enarqué las cejas, pero el pretendido insulto me hizo sonreír. Él siguió vociferando.
-¡Nos odia! Lo ha demostrado con creces. Intenté quitarle de la cabeza a Frey Guillaume que solicitara su colaboración, pero ella viene manipulándolo desde que se conocieron en Tierra Santa –sentí la leve pátina de envidia que empeñaba las palabras del sevillano, de quien no hubiera imaginado nunca aquel odio soterrado hacia mi persona, aunque sí conocía su frustración por no estar luchando en Ultramar o al otro lado de las fronteras musulmanas-. No es culpa de él, sino de ella. Es peor que cualquier mujer, porque tiene sus mismas armas demoníacas y además se avergüenza de serlo…
-¡Eh, un momento! –intervine yo, indignada-. No me avergüenzo de ser mujer: lo tengo a gala. Y tampoco soy lesbiana, que quede claro. Y no porque sea homófoba, que no lo soy ni por asomo y cualquiera que lo sea lo más mínimo solo va recibir desprecio de mi parte. Es porque no quiero que reduzcas mis posibilidades de hacer alguna incursión galante por el campamento, que aquí hay mucho tío bueno y no todos están consagrados… Pero Gonzalo, tú eres tan estrecho de mente que cualquier mujer que no vaya con su vestidito, su tocado, sus zapatitos, y embadurnada de afeites hasta el culo no merece más que la muerte –o el despido, si está de baja médica por embarazo de riesgo.
-Pero ¡qué desvergüenza!
-Un momento –intervino Frey Pere: era el único que se mantenía sereno. Casi la totalidad de los integrantes de la reunión hacían esfuerzos por contener las carcajadas tras aquel inesperado giro de los acontecimientos, y entre ellos Guifré, Guillaume y mi amigo, que eran los que mejor me conocían, estaban sufriendo serias dificultades para lograrlo-. Hermano Gonzalo, te sugiero que si tienes dificultades personales con Eowyn las discutas con ella en privado. Y tú, muchacha, será mejor que te vayas. Hemos accedido a tu petición; ahora debes creer en nuestra buena fe.
-¿Qué va a creer ella? –Gonzalo no se daba por vencido-. No cree en nada ni en nadie. Hasta tiene dudas sobre la existencia de Dios. ¡Es una impía!
Decidida a acabar con aquello, caminé decidida hacia Gonzalo, hasta plantarme a un par de pasos de él, para fulminarle con la mirada. Él aguantó mi envite visual sin pestañear.
-Te equivocas: no tengo ninguna duda acerca de la existencia de Dios –hice una pausa dramática-. Sé perfectamente que no es más que otra mentira –diga lo que diga Fernández Díaz.
El vuelo de mi manto me acompaño cuando giré para salir por la puerta, mis pasos contundentes coreados por las exclamaciones escandalizadas de los integrantes del capítulo.