Hay una verdad histórica incuestionable: cuanto peor se llevaron la Iglesia y el Estado, mejor le fue a España.
Conforme la Iglesia perdía poder y lo ganaban los laicos, aparecían los estados modernos que condujeron a las democracias, desde la Francia revolucionaria, hasta el nacimiento de Italia gracias a la desaparición de los Estados Pontificios, o la desclerotización parcial de la España con la desamortización de Mendizábal.
Por el contrario, cuando había exceso de amistad entre ambos poderes, el pueblo padecía: la historia española es un antecedente perenne, del que aún reverdece el poder de aquellos cardenales y obispos que llevaban a Franco bajo palio.
La pelea del actual Gobierno con la Iglesia podría agravarse si la Conferencia Episcopal se pronuncia contra la política de inmigración que Aznar le propone a la Unión Europea.
Por tal motivo, lo que no afrontaron los socialistas laicos podría ser misión de este Gobierno católico: darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, separando absolutamente poderes y responsabilidades: convertir la enseñanza evaluable de la religión católica en cultura de las religiones, y que la Iglesia, no el Estado, recaude sus óbolos.
Debería recordarse: Álvarez Méndez, que unió sus apellidos en Mendizábal, gaditano liberal, fue llamado por la Regente María Cristina para mejorar la economía y dirigir la guerra contra la primera carlistada.
Vendió las propiedades innecesarias de la Iglesia y eliminó las corporaciones de clérigos regulares, pero no le dejaron acabar su trabajo.