“La campesina se volvía a casa, recogía la loza del desayuno y pensaba que en medio del espanto de la guerra ocurría a veces que se presentaba a cenar alguien como el muchacho de Michigan, aquel aviador que de regreso en América recordaría que Europa era un lugar antiguo, lento y hermoso en el que incluso la muerte tenía en los labios la sangre de un beso y el sabor de la vendimia“.
José Luis Alvite describió, como solo él sabe hacerlo, la Europa de mediados del pasado siglo, y teniendo en cuenta que no discurrió demasiado tiempo desde entonces. Muchos pueblos franceses conservan las cicatrices de esa guerra que no tuvo que ser, y en las áreas de mayor afluencia turística, resultan atracciones a los visitantes. En la silenciosa playa de Omaha, en los bloques oxidados de Arromanches, vive el recuerdo del piloto que olvidó a esa campesina, con la actualidad de un ayer más próximo. El postmoderno homenaje del cementerio americano a los caídos entonces, es un ejercicio de mal gusto que se empequeñece ante la sobrecogedora colección de cruces blancas, donde duermen los sueños y las posibilidades de todos esos jóvenes, caídos hace más de sesenta años por el absurdo de la guerra. No resta belleza a la vieja Europa, antigua, lenta y hermosa, que decía Alvite, pero deja en la boca, esta vez, el sabor amargo de lo que jamás debió haber sido.