Revista Opinión

Amar a los enemigos

Publicado el 05 marzo 2019 por Carlosgu82

Nuestro organismo no viene preparado para perdonar, el que lo hagamos alguna vez requiere de algo ajeno a nuestra naturaleza material, pues ninguna de nuestras glándulas segrega algún componente orgánico que nos lleve a perdonar. Lo que es natural en nosotros es el rencor, que aparece casi de inmediato cuando recibimos alguna ofensa y que nos lleva a reclamar algún tipo de resarcimiento por aquella ofensa recibida, la cual es casi imposible que alguna vez reconozcamos como justa.

Cuando nos ofenden lo sentimos, decimos que estamos ofendidos y molestos cuando algo que proviene del exterior desestabiliza nuestras emociones, se configura entonces una inmediata reacción emocional en nuestro organismo, nuestra adrenalina fluye y prepara nuestro cuerpo para una respuesta agresiva que llamamos venganza, resarcimiento, desquite, revancha, etc.

La inteligencia emocional nos dice que debemos poner inteligencia a estas reacciones que provienen del inconsciente, reacciones para las cuales el organismo está preparado sin que tengamos intelectualmente que hacer nada para que sistemáticamente se activen, tal como sucede con la respiración o la acción de caminar. Sin embargo esta no es una tarea fácil, porque el origen del enfado que sentimos y que provoca la necesidad de reaccionar contra su causa, proviene de nuestras emociones reprimidas, de algún evento pasado que al darse las circunstancias actuales, se reactiva con mucha fuerza y sin que participe o medie nuestra mente consciente.

Primero hay que señalar que no existiría ofensa alguna que pudiera desestabilizar nuestras emociones, si no existiera a la vez una aceptación de la veracidad de la misma. Para explicarlo mejor pongamos como ejemplo a un niño que al pasar delante de él nos saca la lengua, esto sin duda no nos ofendería ni causaría en modo alguno nuestro rencor hacia la criatura, antes bien sonreiríamos y lo pasaríamos por alto. La razón de nuestra reacción positiva está entonces en que consideramos al niño como un ser incapaz de maldad o lejano en intenciones de causarnos daño, sin embargo si se tratara de un adulto la cosa cambiaría, primero porque consideraríamos que el adulto no está para hacer ese tipo de gestos y de seguro pensaríamos que se trata, por lo menos, de una broma poco seria, analizaríamos el nivel de amistad que tenemos con esa persona y trataríamos de discernir cuáles son las intenciones que lo llevan a practicar esos gestos. Como vemos, este ejemplo nos plantea una reacción mucho más compleja en el segundo caso, porque entra a tallar un componente diferente, el sujeto ya no es considerado como una persona ajena a la maldad, sus intenciones cuentan.

Si profundizamos un poco más dentro de este ejemplo, podríamos convenir en que, aún si todas las condiciones de nuestro análisis dieran como resultado que en efecto existe una agresión u ofensa en dicho gesto, ¿por qué es que éste tendría que ofendernos y desestabilizar de alguna forma nuestras emociones? Allí es donde se esconde un componente difícil de distinguir, se llama autoestima, esa parte de nosotros que representa la imagen que tenemos de nosotros mismos, la forma como nos percibimos y el grado con el cual nos aceptamos a nosotros mismos, si de verdad nos queremos. ¿Por qué es aquí tan importante la autoestima? Porque nos brinda seguridad, porque de la manera como percibimos nuestra propia imagen y el grado de aceptación que tengamos de la misma, es de donde provendrá nuestra seguridad y el control que tendremos de nuestras emociones. Mientras más alta tengamos nuestra autoestima, mayor será nuestra seguridad y mayores posibilidades tendremos de controlar nuestras emociones.

Allí entonces empieza el camino hacia el perdón, cuando crecemos en el amor que sentimos por nosotros mismos, también creceremos en el amor que tendremos por los demás, la consideración que tengamos por nosotros mismos, nos hará conocer de qué manera debemos considerar a los demás, percibiremos con mayor claridad que todos somos vulnerables, que todos cometemos errores y que estos muchas veces provienen del inconsciente, que la voluntad no media en ellos y que la intención intelectual y plena, muchas veces se encuentra muy lejana. Si esto es así, la reacción inmediata ya no lo es tanto, se nos presenta como en cámara lenta y permite que entren en a tallar nuestro análisis de la ofensa con vectores antes ajenos, como la comprensión, la empatía o el discernimiento. Éstos nuevos vectores aportarán paulatinamente la inteligencia necesaria para detener la reacción de nuestro inconsciente. En consecuencia, ya no seremos más presa del rencor o de nuestras emociones negativas.

Este ejemplo nos grafica algo que podemos conseguir y que representa lo que llamamos un crecimiento emocional y que los cristianos conocemos también como crecimiento espiritual. El título de este ensayo es: “Amar a los enemigos”, y sin este preámbulo sería imposible abordar el tema. Si no somos capaces de dejar de ofendernos, de reaccionar ante cada vez que percibimos alguna agresión hacia nosotros, incluso de personas cercanas y que comparten nuestra vida, ¿cómo podríamos ser capaces de amar a nuestros enemigos, a aquellos que tenemos catalogados como tales? Este es sin duda un legado que nos dejó nuestro Maestro Jesucristo y que nos causa la mayor frustración, nos sentimos incapaces de lograr o siquiera considerar que alguna vez lleguemos a este grado de perfección.

Aquí conviene realizar un poco acerca de lo que percibimos como amor, del concepto que tenemos de su significado, el cual asociamos casi siempre al sexo o al placer, a lo que nos gusta, lo ligamos de esta manera a nuestros sentimientos y llegamos incluso a definir el amor como el mejor de los sentimientos, el clímax emocional. Nada de esto es cierto, el amor responde más a una cuestión volitiva que emocional. El amor es una decisión, antes que simplemente sentir decidimos que algo nos importa en un grado tan alto, así tomamos la decisión de protegerlo, de alimentarlo y de mantenerlo cercano a nosotros. El amor es eso, un deseo muy grande por hacer del objeto que nos lleva a amar, el mayor objetivo de todas nuestras acciones, nos enfocamos en su bienestar y en su longevidad. Si llegamos a esta percepción del amor es porque nos amamos a nosotros mismos, muchos podrían confundir la autoestima con el egoísmo, pero esto no es así, las personas aprenden a amar a los demás en la medida en que se aman a sí mismos. El grado de amor y consideración que tengamos hacia nosotros mismos, será el que tengamos hacia los demás. Aprendemos a amar amándonos a nosotros mismos.

Supongamos que ese amor en nosotros existe y se manifiesta, ¿qué nos haría llegar al extremo de amar a quienes nos desean el mal y buscan ofendernos o hacernos daño? Me parece que la explicación que nos ayuda en este caso viene de la misma autoestima, porque en forma simultánea en que crecerá la estima que sintamos por nosotros mismos, crecerá de igual forma el grado de conocimiento que tengamos de nuestras emociones y de las reacciones íntimas que se producen en nosotros, nos daremos cuenta con mayor claridad que somos falibles, que nuestra naturaleza es vulnerable, proyectaremos nuestra debilidad en todos los demás y nos daremos cuenta que nos somos muy diferentes, que las personas puestas en similares circunstancias, al igual que con las funciones comunes del organismo, reaccionamos todas de forma igual, que las malas intenciones tienen una causa antinatural y que no es la persona sino la actitud en ella la que provoca la maldad de sus acciones.

Esto tampoco es fácil pues entran a tallar nuevamente las emociones, ellas nos “aconsejarán” que no confiemos, que dejemos de lado nuestro “razonamiento” y que actuemos en consecuencia, que los “enemigos” no se merecen consideración alguna, que la historia está plagada de hechos similares y que debemos mantener siempre a raya a quienes tienen malas intenciones contra nosotros. Allí en donde juega un papel más grande nuestro crecimiento espiritual, el grado en el cuál creemos que lo espiritual es importante en nuestra vida, la mayor o menor percepción de lo que es trascendente y vital, en el sentido de lo eterno. Para lograr este propósito es imposible que podamos confiar únicamente en nuestro propia perfección, en el grado de control que lleguemos a tener en nuestras emociones, acá juega más la fe en que cuando nuestras fuerzas flaquean, tenemos a quién recurrir, que no estamos solos y que esta compañía está atenta a socorrernos y proveernos de un grado de perfección que no podemos alcanzar solos. Además nuestra consciencia se iluminará en un grado superior para poder comprender los extremos que a simple vista parecen imposibles. Para llegar a este grado de fe, necesitamos de algo más que sólo creer, necesitamos llegar a un grado de confianza superior, creer no es sólo tener una voluntad muy fuerte y decidirlo, no es una teoría aplicada a nuestro comportamiento, confiar es realmente descansar nuestras fuerzas en el objeto de nuestra confianza, igual que cuando vamos a dormir y lo hacemos sin miedo a no despertar al día siguiente. Ese grado de confianza es similar al que siente un niño por su padre, es absoluto y provisto de algo que a nosotros nos es difícil conseguir, humildad.


Volver a la Portada de Logo Paperblog