La salud es lo más importante, dice el tópico, pero no sabemos de qué hablamos hasta que la perdemos, sobre todo si dicha pérdida reviste la capacidad de llevarnos hasta la muerte. Entonces todo adquiere un sentido absurdo y la víctima, que ha contemplado tantas veces el mal ajeno, no puede creerse que en esta ocasión sea su cuerpo el que va a sucumbir. Esto es exactamente lo que le sucede a Judith, una joven vitalista que tiene la suerte de haber nacido en una familia acomodada. Para ella la vida no es más que una gran fiesta de frivolidad y despreocupación y su única responsabilidad auténtica son los caballos que les cuida su mozo de cuadra (Humphrey Bogart cuando todavía no era tan popular). Por lo demás, de vez en cuando se distrae a través de amores insustanciales con sus amigos de juerga (sobre todo con un joven y atractivo Ronald Reagan).
Por eso cuando Judith comienza a sentirse mal, su primera reacción es negarlo, hasta que sus dolores son tan intensos que no tiene más remedio que dejarse aconsejar por un especialista. Parece que su enfermedad es un tumor cerebral. El diagnóstico post-operatorio es devastador: aunque aparentemente la paciente se ha recuperado, en realidad le quedan unos pocos meses de vida. El médico y sus seres queridos optan por guardar silencio. Y, entre tanto surge el amor entre Judith y el doctor. He aquí un buen dilema moral: ¿hay que decir siempre la verdad a un moribundo o dejar que sea feliz en su ignorancia durante sus últimos días? Es evidente que las dos soluciones son malas, aunque no sé exactamente lo que dictan los protocolos médicos actuales al respecto.
Amarga victoria fue un gran éxito de público en su momento, una de esas películas que son capaces de llegar al corazón de la gente y la consagración de Bette Davis como la gran actriz que demostró ser durante toda su carrera. El cambio radical de personalidad que se opera en su personaje, desde una mujer superficial a una serena luchadora, no es fácil de interpretar. Tiene mérito que al espectador le llegue esa grave aceptación de la muerte próxima y que la protagonista intente exprimir al máximo sus últimos días, que resultan ser los más felices de su existencia. La dirección de Edmund Golding es muy correcta, quizá afectada por la teatralidad de la narrativa de la época, pero su forma de contar la historia es efectiva. Una película un tanto olvidada, pero que fue bastante popular hace setenta y cinco años y que cuenta con la participación de intérpretes fundamentales en la historia del cine cuando estaban cimentando su popularidad.