Hoy en día puedes tener la desgracia de tener la suerte de trabajar. En ese caso sabrás lo que es haber perdido tu vida. Trabajas sin descanso todo el día, regresas tarde a casa, agotado o agotadísima, haces las tareas domésticas, dedicas menos tiempo del que quieres a tus hijos y finalmente -en los cinco minutos de relax que consigues antes de entregar tu cuello doblado en brazos de un sádico Morfeo que te abandona delante de la televisión en lugar de llevarte a la cama, como haría cualquier amante en condiciones- te preguntas, para qué estás haciendo todo eso.
La respuesta en el caso de tener familia es clara: para mis hijos, para mi familia, para darles un mejor futuro, para conseguir que puedan ir a la Universidad o tener un seguro médico en condiciones. Esa ambición, guiada por el instinto, el amor o la necesidad de justificar que tus denodados esfuerzos no son baldíos, es una ambición egoísta. Probablemente sea de las pocas acepciones positivas del egoísmo, en el sentido que es no es un egoísmo directo sobre ti mismo, si no un egoísmo sobre lo que consideras tuyo.
Esa ambición egoísta a primera vista parece buena, ¿quién no quiere que sus hijos tengan más oportunidades? ¿quién no ambiciona verlos crecer dichosos y sin conocer penurias? Pero no deja de ser una ambición pobre, conservadora y de autocompadeciente. Es pobre, porque cuando no tienes dinero y acabas agotado, tu egoísta ambición es que tu descendencia no sea pobre como tú. Y es conservadora porque es la actitud típica de quién no ambiciona cambio. Y es la misma actitud de quién deliberadamente no quiere cambios o del que está tan alienado por los primeros que ni se plantea que las cosas puedan cambiar.
Por contra está la ambición generosa, que en ocasiones puebla cementerios prematuramente, cuando no, cunetas, fondos marinos o frescos cimientos de hormigón. Una ambición que no se queda en la piel con piel, en el entorno cercano, una ambición de mejorar, de conseguir mejor futuro, educación, sanidad, una vida libre que no se detiene en tus hijos, si no que alcanza a los hijos de desconocidos. Los hijos de tus vecinos de ciudad, o más lejos, de otra ciudad, de otro país. Una ambición que no discrimina por religión, raza, creencias. Una ambición que se esfuerza en hacer cosas más allá de la zona de comfort. La generosa ambición de hacer cosas que no van encaminadas a mejorar directamente tu vida.
La ambición generosa tiene ese carácter revolucionario que está mal visto por los que dominan los medios de comunicación. La ambición egoísta es la que cualquier régimen propone, apoya y perpetúa, porque lleva ese toque de continuidad, de no hacer que las cosas cambien, no sea que mejoren. Cuando en realidad lo único que garantiza es que las condiciones empeorarán sólo para los que controlan la situación. La ambición generosa es la que transforma el mundo en un lugar mejor.
Independientemente de que nuestra esclavitud de 14 pagas y horario nos oriente al egoísmo hedonista propio de corazones estrechos, quitémonos de encima el egoísmo y seamos egoístas con los hijos de los demás. Ambicionemos mejorar el mundo de una forma generosa.