Revista Cine
En "Ensayo de una Provocación", libro ganador del premio sinaloense de Ensayo de Investigación Histórica Social y Cultural 2006 (DIFOCUR, 2007), el joven autor Adrián López Ortiz lanzaba abiertamente la provocación del título: si en muchas partes de México el narcotrafico podía entenderse ya como una ascendente subcultura, en Sinaloa era, de hecho, cultura. Así nomas, a secas. Es decir, forma de vida, identidad, auto-reconocimiento. Para acabar pronto, era Narco Cultura (México-EU, 2013).La opera prima del fotógrafo de guerra convertido en documentalista Shaul Schwarz muestra precisamente que esta narco cultura no es exclusiva de Sinaloa sino que sus raíces -como se advertía ya en el mejor documental Al Otro Lado (Almada, 2005)- ya están firmemente afianzadas al otro lado de la frontera, entre la población mexico-americana de Los Ángeles, Texas, Georgia, Washington y en cualquier otro sitio en donde se presente cantando el culichi Alfredo Ríos, "El Komander", el rey del Narcocorrido Alterado.Schwarz y sus competentes editores Bryan Chang y Jay Arthur Sterrenberg nos presentan dos caras de la moneda: en Ciudad Juárez, un hawksiano perito del Servicio Médico Forense, Richi Soto, recoge casquillos, levanta cuerpos, llena formatos, hace distintas pruebas, y archivas toda la información sabiendo que, seguramente, nada se hará con ella. Los datos son abrumadores -el 97% de los diez mil asesinatos cometidos entre 2007 y 2010 en Ciudad Juárez permanecen impunes- pero, nos dice Soto en voz en off narrativa/reflexiva, ese es su trabajo, esa es su vocación y Juárez es su ciudad.Al otro de la frontera, en Los Ángeles, Edgar Quintero, un joven mexico-americano que se mantiene componiendo narco-corridos a los buchones reales o wannabes de por allá, sueña en hacerse famoso como su admirado Komander. Quintero ha formado una banda, los BuKnas de Culiacán, que está empezando a tener éxito aunque, como confiesa en un momento clave de la película, ni siquiera conoce Culiacán y no maneja tan bien como él quisiera el argot buchonesco-culichi.Así pues, la sangrienta realidad juarence -las escenas de un niño ejecutado, el par de cuerpos calcinados que se deshacen mientras los recogen, los llantos de una madre desesperada, la crónica de cómo Soto va perdiendo a varios colegas asesinados- se alterna con las ¿irresponsables? fantasías musicales de Quintero, quien no ha tenido contacto directo con la violencia -se entera de todo por el blog del narco y por youtube- pero que se sirve de esas tragedias para ir construyendo una ascendente carrera musical.El clímax del documental llega cuando Quintero visita Culiacán para conocer la "motherland" buchonesca: descarga su matona en alguna ranchería a las afueras de la ciudad, visita una casa de seguridad donde un tipo tranquilamente prepara diez bolsitas de cristal ("100 mil dólares en LA"), va a algún sitio (¿el Foro Tecate?) a echarse un gorgorito y luego es invitado a la fiesta particular del hijo de "El Gallo de Sinaloa". Y mientras Quintero cumple su sueño en Culichi-Town, allá en la frontera, Richi Soto vive la pesadilla diaria de no saber si regresará vivo a su casa por la noche. Narco Cultura ha llamado mucho la atención fuera de México -fue presentada en Sundance 2013 y en Berlín 2013- y se entiende por qué: además de una realización impecable, los dos personajes elegidos son atractivos y mucha de la información que presenta el filme -la cultura musical del Movimiento Alterado con todo y sus video-homes, los enormes mausoleos buchonecos del panteón Jardines del Humaya en Culiacán, esa niña que dice en cámara que ojalá fuera novia de un narco- pueden resultar tan exóticos como terribles para los ojos extranjeros. No tanto así para los mexicanos ni, mucho menos, para alguien de Culiacán, como el que esto escribe. Lo que no deja de ser, lo acepto, algo bastante deprimente.