Revista Diario

Amenaza de parto prematuro: nuestra historia

Por Una Mamá (contra) Corriente @Mama_c_corrient

Mi tercer embarazo ha estado marcado por la amenaza de parto prematuro desde el final del segundo trimestre.

Una experiencia con final feliz en nuestro caso pero que sin duda nadie querría vivir. El riesgo de que tu bebé nazca antes de tiempo es una de esas situaciones para las que nunca se está preparado y que cuesta afrontar con serenidad.

Por eso quizá he tardado tres meses desde el nacimiento de la Niña en poder escribir este post. Es más fácil explicar las cosas desde la reflexión de todo lo pasado y el alivio de tenerla ahora a ella entre mis brazos, sana, salva, feliz y con sus lorzas incipientes.

Mis antecedentes 

Por lo que sé, las causas de un parto pretérmino pueden ser muy variadas, incluso a veces nunca se llega a saber muy bien qué es lo que desencadena todo el proceso antes de tiempo.

La OMS define como parto prematuro todo aquel que ocurre antes de la semana 37.

Los antecedentes relacionados con nuestra amenaza estaban claros: dos cesáreas (2009 y 2012) y una miometromía entre ambas (2010), también con acceso a la cavidad uterina. Antecedentes a tener en cuenta pero no preocupantes ni que desaconsejaran otro embarazo.

Todavía recuerdo cómo el ginecólogo con el que tuve a mis hijos me dijo, mientras me cerraba minutos después de haber nacido el Peque, que aunque yo no pensara en tener más hijos, todo iba a quedar muy bien cosido para que si en algún momento queríamos tener un tercero no tuviera problema ninguno. Es más, todas las ecografías que me he ido haciendo con el paso de los años apuntaban a que todo estaba perfecto, así que este tema no tenía por qué haber supuesto ninguna complicación.

Hay que tener en cuenta, además, que aunque yo acumulara tres cicatrices en el útero, de la última cesárea habían pasado ya más de cinco años cuando me quedé embarazada. Un tiempo, en teoría, más que suficiente para que todo estuviera asentado y no diera problemas.

Nuestra amenaza de parto prematuro

El embarazo de la Niña iba bien. Todo normal, sin nada destacable.

Bueno, tuve un montón de achaques (como ya conté en este post resumen del segundo trimestre) y un cansancio bestial, pero nada fuera de lo normal en un tercer embarazo ya con 35 años.

Hasta que una mañana de febrero me levanté manchando. Color fresco, no restos de sangre seca. Poca cantidad, nada alarmante. ¿Quizá un pequeñísimo capilar? De hecho, llegué a pensar que podría haber sido un sangrado de la nariz. Me había levantado con tanto sueño que había ido al baño en modo autómata y como en aquella época me sangraba la nariz muchos días, realmente no podía asegurar que ese papel que estaba mirando con sangre no fuera de haberme acabado de sonar. Después de dudarlo unos minutos, decidimos ir a Urgencias.

Allí no lo vieron muy claro. No les gustó la pinta de la cicatriz de mi útero, de hecho lo vieron ligeramente deformado, y tampoco les gustó que el monitor marcara contracciones. Llamaron a mi ginecóloga y quedamos en adelantar la cita con ella, para unos días después. Había que controlarlo de cerca pero no había urgencia inmediata.

Volvimos a casa, recogimos a los niños del cole, comimos y me eché la siesta. Nada más levantarme del sofá, según me puse de pie, noté la marea. ¿Sabéis esa sensación que se tiene cuando te viene la regla de golpe? Pues exactamente igual. Llegué al baño notando cómo me corría la sangre por la pierna y al mirar confirmé lo que ya estaba notando: sangre fresca, corriendo libremente. Es de esas imágenes que nunca se olvidan: el bombo de embarazada, inclinarte hacia delante y ver que tienes la regla. Son dos estampas que no cuadran.

Intentando mantener la calma mientras organizábamos nuestra segunda excursión a Urgencias del día, me puse un salvaslip pero al momento me lo tuve que cambiar por una compresa porque aquello no se podía contener con algo tan finito.

No sé cuánto tardamos en que vinieran los abuelos y nosotros llegar al Hospital, pero realmente creo que no fue mucho, no creo que llegara a una hora. Allí el sangrado no les gustó nada y menos cuando al ponerme los monitores las contracciones eran ya de dinámica de parto. 26 semanas y 5 días, imposible olvidar esa cifra. Ingresé por la noche de aquel día de mediados de febrero.

Nuestros tres días ingresadas

No hubo mucho que pensar. La cicatriz de mi útero estaba muy fina y corría peligro. Corríamos, en plural: la niña y yo.

Antes incluso de llamar de nuevo a mi ginecóloga me pincharon para madurar los pulmones del bebé y comenzaron con el gotero para parar las contracciones. Básicamente ese fue el tratamiento que tuve los tres días que estuve ingresada: reposo total (excepto para ir al baño), medicación para las contracciones y dos pinchazos para madurar los pulmones de mi hija.

La peor noche fue la primera porque tenía muchas contracciones, me dolían y en las caras de las personas que me atendían leía claramente que era probable que mi hija naciera aquella misma noche.

Esos días los pasé tranquila. No sé qué me pasa pero yo en los momentos malos me vengo arriba. En esos días sólo pensaba que si mi hija tenía que nacer ya, ella necesitaba que yo estuviera serena y capaz de tomar buenas decisiones, y mis hijos, que iban a sufrir mucho por mi ausencia, necesitaban una madre con la situación controlada.

 

El reposo relativo para evitar la prematuridad

Lo peor, aunque parezca extraño, lo sentí al volver a casa.

Volví del Hospital con un manchado (relativamente) abundante y pastoso de color negro-chapapote, aún con algunas contracciones, miedo en el cuerpo incluso de mover una pestaña y, sobre todo, muchísima incertidumbre.

Pasado el mayor riesgo fue cuando me vine abajo. Que así soy yo, en los momentos de tensión lo doy todo pero en cuanto me relajo me da un bajón descomunal.

En el Hospital se plantearon metas lo más realistas posibles. Su objetivo era intentar mantenernos juntas, al menos, hasta la semana 30, con controles constantes para evitar que el útero se rompiera.

A mi aquello me parecía un delicadísimo equilibrio entre dos decisiones igualmente arriesgadas así que lo único que podía hacer era confiar en el equipo médico. Poner fin al embarazo de manera prematura era lo mejor para evitar la rotura de útero pero la prematuridad era un riesgo evidente para mi bebé. ¿Dónde estaba el punto de inflexión?

La incertidumbre yo la llevo fatal. Podría decir que lo hice genial pero realmente lo que hice es dejar pasar los días, leer mucho sobre el parto prematuro, sus riesgos, la lactancia con bebés pretérmino… Intentar prepararme para lo que iba a suceder. Me tomé cada uno de esos días que pasaban y seguíamos juntas como una victoria de ambas.

Debo decir que los niños me ayudaron muchísimo porque entendieron sin problemas cuál era la amenaza de un parto prematuro, me ayudaron mucho con el reposo relativo y encajaron muy bien que a partir de ese momento mamá no podía más que dar unos pocos pasos por casa.

Ganando semanas frente a la amenaza de parto prematuro

Ya sé que a los médicos no les gusta nada que los pacientes hablemos de magia, o de milagros, pero a veces es inevitable querer celebrar lo increíble de la medicina y el cuerpo humano.

No había grandes expectativas, llegar a la semana 30 se consideraba un triunfo relativo dadas las circunstancias. Pero, a pesar de los pronósticos, fuimos ganando semanas poquito a poco. Primero llegamos a la 28, que para mi, por alguna razón, era importante. Luego superamos las 30 semanas. Las 32…

Estuve manchando negro mucho tiempo, más de un mes. A veces poco, otras veces con pegotazos horriblemente oscuros. Tenía contracciones pero más aisladas. A veces con dolor, algunas veces notando claramente que eran intensas, pero sin ser rítmicas.

Entonces mi ginecóloga empezó a ser más optimista y estaba animada a que consiguiéramos llegar a la 34. ¡Y vaya si llegamos! Tuve unas semanas de relativa tregua con las contracciones, dejé de manchar completamente e incluso el cuello de mi útero volvió a tener un largo más razonable para ese momento del embarazo.

Pasó febrero, pasó marzo y llegamos a abril dando gracias cada día, con revisiones semanales y un montón de semanas de reposo a nuestras espaldas para luchar contra esa amenaza de parto prematuro.

Entre el parto pretérmino y el parto a término

Hubo un momento en que las cosas parecía que iban tan bien que empecé a olvidarme de la prudencia e incluso llegué a soñar con que podría llegar a la semana 39, como con los niños.

Hasta que en una de las revisiones, a la que yo iba bastante relajada tras las últimas tan positivas, las cosas ya no estaban tan bien. Muchas contracciones, de las fuertes, cuello del útero prácticamente borrado, imposible verificar ya el estado de la cicatriz por la posición y tamaño del bebé. El parto estaba aquí y esto ya no se podía parar. Cada nueva contracción era un riesgo para un útero que ya no podía aguantar mucho más.

El “tiene que nacer ya” a mi me cayó como un jarro de agua fría. No íbamos a llegar a la semana 37. Y además tenía que nacer el día del cumpleaños de su hermano mediano.

Lloré en la consulta y luego lloré de vuelta a casa por ser tan poco agradecida y no conformarme con todo este margen que nos había permitido mantener el embarazo durante justo las 10 semanas que ella necesitaba para terminar de formarse. ¡Habíamos evitado el parto prematuro! Y sin embargo yo me sentía fatal por no haber llegado más lejos…

Adelantamos la celebración del cumpleaños de su hermano, terminé la maleta, organicé lo que me dio tiempo e ingresé en el Hospital para la cesárea. Justo a tiempo, porque esa misma mañana de finales de abril en la que ingresaba para tener a mi hija estaba ya de parto.

El nacimiento de mi hija

La niña nació en la tarde de sus 36+6. A unas horas de la semana 37. Un nacimiento entre el parto prematuro y el parto a término. Un final feliz después de todo.

Aquella tarde de abril volví a ser madre, exactamente seis años después de haber dado a luz a su hermano mediano. La niña nació con un Apgar excelente, buen color, vital, con los ojos muy abiertos y un peso y talla normal para su edad gestacional y el curso del embarazo: 2.620 gr y 46 cm.

Pensé que era realmente diminuta. La bebé más pequeña que había visto nunca, con su ropita de prematura, su peso pluma y sus deditos minúsculos. Sin pestañas ni cejas, con las uñas cortitas y sin chicha pero fuerte igual que cualquier otro recién nacido.

La vida abriéndose paso” pensé cuando cogió el pecho a la primera.

Aquella tarde toda mi incertidumbre se volvió realidad. Mi Niña es mi milagro. Una bendición inesperada, que nos hizo apreciar aún más la alegría de vivir.

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