Revista Cultura y Ocio

Amo los zombis

Por Calvodemora
Amo los zombis
A menudo aprecio que me engañen. Entiendo que soy yo el que, al final, debe extraer el alcance de la verdad que me ocultan. En los casos en los que el engaño es sibilino, procedo como cualquiera y me las trago dobladas las mentiras con que se me entretiene. Con los años, al correr de la experiencia más bien, advierto las trolas con una facilidad pasmosa. No es una virtud de ésas con las que asombrar a los amigos al modo en que el buen pianista hace en casa una sesión privada a los íntimos o el habilidoso en la alta cocina surte de ricas viandas a sus invitados los sábados por la noche. Esto mío de pillar antes a un embustero que a un cojo, como decía mi abuela, viene de la literatura o, más bien, de mi propia facilidad a la hora de urdir engaños. Escribir es, a poco que lo piensen, una mentira programada, sentida, organizada como una fiesta de los sentidos. Quienes escribimos, ficción las más de las veces, algo ya menos de poesía, mucho pequeño ensayo de blog, nos manejamos muy bien en abastecer de mentira al cuerpo blanco de la página. No sé si es exactamente falso lo que escribimos. Si es un producto que se aleja de la verdad o es una verdad en sí misma, pero alejada por naturaleza de los conceptos tradicionales de lo que es cierto y de lo que no. Aquí me gustaría tener a mano a mi amigo Luis Sánchez Corral y que me ilustre en esas finezas de la mente ociosa, pero no está de ninguna manera, y de verdad que lo siento. Viene esto porque me encantan los zombis. Los aprecio como los últimos seres dignos de la modernidad. No ocultan nada, no guardan cartas bajo la manga, no maquinan planes secretos con objeto de derrrocar imperios ni de arruinar sistemas financieros enteros. Ellos van a lo que van. Se fijan en que estás cerca y ya solo viven para acercarse lo suficiente e hincarte el diente. Son de una honestidad brutal. Si tuvieran velocidad, habríamos perecido. A lo que temo yo (y más a día que pasa) es al salteador de caminos invisible, al que no se deja ver y avanza ladinamente, emboscado en las sombras, afeitado con pulcritud y con la raya del pantalón impecablemente planchada. Esos zombis son los que hacen que en las piedras nos nazcan piedras, como dejó dibujado El Roto una vez. Los otros, los que van de cara, los de las ficciones televisivas, me parecen de una inocencia asombrosa. Dan ganas de dejarse. De verdad que dan ganas de que algunos aprendan de sus mañas de caza. Por lo menos, en esa tesitura cinegética, uno sabe a qué atenerse. Ve al enemigo durante todo el cortejo bélico. Conoce cómo se mueve. Incluso ve nobleza en lo que hace. Los mentidores de ahora no saben qué es la nobleza. Ni la honradez. Y salen de caza, claro que salen. Ni siquiera parece que lo hagan. Ese es el truco. En esa primera mentira inadvertida radica el éxito de su empresa. En que ni siquiera exhiben un roto en el rostro, un gesto que alarme de lo que se te viene encima. Son unos hijos de mala madre con una planta de la hostia. Estos muertos que andan, los de George A.Romero y los de la estupenda serie televisiva,  son los últimos de un oficio muy antiguo.

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