O, mejor, AMOR. Así, con mayúsculas, como queda el título sobreimpresionado en la película de Michael Haneke.
Se ha escrito y hablado tanto de esta obra que supongo que no tengo nada nuevo que decir sobre ella. Acabo de verla y diré, sin embargo, que estoy, aparte de muy tocado, admirado de la dignidad de sus personajes. La vejez nos conduce, como también la vida misma (aunque no lo haga tan a las claras), hacia la segura muerte. Y si se ha vivido plena y dignamente, sería deseable morir de la misma forma.
De dignidad, de respeto, de emociones desnudas, de desesperanza, de humanidad en casi todos los sentidos de la palabra. De todo ello nos habla esta película honesta que en ningún momento decae, a pesar de lo difícil de mantenerla arriba. Para lograrlo, el director la dota de tensión y de alma, aparte de dejar entrever su plausible intención de evitar hacer un folletín social ligado a todo lo que la vejez y la enfermedad conllevan.
Pero Haneke sí quiere que nos fijemos en la soledad y en la compañía del otro dentro de un espacio que acaba convirtiéndose en el único. Un espacio que podría ser el nuestro y unas rutinas en las que todos nos reconocemos. Tal vez ésa sea la clave de nuestra perturbadora identificación con quienes están en la pantalla. Anne y Georges nos conmueven porque asistimos a su desnudez y a su perdurable compromiso.
Aunque aún sigo con el espíritu golpeado, estoy seguro de que esta película me ha enseñado algo más sobre el AMOR. Así, con mayúsculas.