Revista Cultura y Ocio

Amor

Publicado el 17 marzo 2018 por Vetusta
Sentado frente a ella en aquel restaurante atestado de gente, de repente, se sintió terriblemente solo.
Sí, la quería. Estaba claro que la quería.
La quería como quería a sus hermanos, a sus padres o a su mejor amigo.
Una década juntos, tantas cosas vividas, hijos en común...
- “Tenemos una buena vida, ¿verdad?”- le preguntaba ella de vez en cuando.
- “No nos ha ido mal, ¿no crees?” - insistía.
Y él solamente podía mirarla, asentir y sonreír.
Esa sonrisa era suficiente para ella. Le daba tranquilidad, le hacía sentirse segura.
Sabía que cada día que él se iba a trabajar y se despedía con un rápido beso, todo estaba bien.
Él volvería a casa con ella, a la seguridad de ese hogar que habían construído juntos, a su existencia tranquila y sin sobresaltos.
Ahí estaban las cenas en familia con los niños, escuchándoles hablar del colegio, de sus juegos, riéndose de sus ocurrencias... Después, el ritual de cada noche: leerles el cuento de antes de dormir, arroparlos y esperar a que poco a poco los fuese venciendo el sueño antes de apagar la luz.
Ella, a sus lecturas, él, con su ordenador. Siempre juntos.
Sí, todo estaba en orden y ella era feliz.
Pero aquella noche, en ese restaurante lleno de ruidos, risas, de conversaciones que se cruzan, él se dio cuenta.
De pronto se dio cuenta.
La quería.
Pero estaba profunda e irremisiblemente enamorado de ti.

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