Revista Cultura y Ocio
Lo primero que hacía cuando se quedaba solo era poner en el tocadiscos la quinta de Mahler. Le gustaba la versión de Isaac Munschick con la Sinfónica de Praga. Luego se servía un vaso de boca ancha, con cubos gordos de hielo, colmado de bourbon y se derramaba en el sofá ajeno al mundo y a su barbarie. Cuando la aguja se levantaba en el último surco de la cara A, se levantaba y le daba la vuelta. Ahí solía servirse un segundo vaso. Hasta arriba. Los hielos seguían siendo útiles. Al final de esa cara, se quedaba invariablemente dormido, con el vaso a medio beber. Se despertaba y se daba una ducha o entraba en la cocina por ver si había algo del almuerzo por recoger. Su mujer llegaba poco más tarde. Lo primero que hacía era quitar el disco de Munschick y poner la versión de la Quinta que hace Montenegro con la Sinfónica de Boston. Luego se servía un vaso largo de té frío y se derramaba en el sofá. A veces cogía un libro. Otras, ojeaba números antiguos del revistero. Al terminar el lado primero, se levantaba y daba la vuelta al disco. Ahí se servía otro té. Solía quedarse dormida antes de que su marido saliese de la ducha o de recoger los platos. Luego él quitaba a Montenegro del tocadiscos y le decía que se diese una ducha antes de cenar. Ya en la cama, cogían los dos sus libros de la mesita de noche. Les encantaba Carver.