Revista Cultura y Ocio
Podría pensarse que existen un buen montón de canteras literarias, filones de donde emergen, como diamantes en bruto, los escritores de talento. Pero sería pensar mal, sería pensar en modo error. No hay tantas. Una de ellas, la principal, es la guerra. Claro. ¡La guerra!, de cajón... Otra también importante, menos obvia, son los padres cabronazos. Aquí es cuando toca el rollo Kafka y toda su demás cantinela, mil veces sobada, ustedes ya se la resaben, así que yo se lo ahorro.
Pero sí, el bueno de Kafka se hartó un buen día de su buen padre y le fue a la cara con toda la artillería. Pero el señor padre Kafka era incombatible. Cemento armado praguense. Pura insensibilidad. Le resbaló todo. En cambio, el buen y pobre Franz, todo él hiperestésico y enfermoide, le entró tamaño sentimiento de culpa que jamás pudo perdonárselo. De modo que se dejó morir en brazos de un ataque de tos... Este noble arte del me cago en mi padre escrituril lo optimizaría con los años Bukowski, cuya obra entera, todos sus libros y poemas, del último al primero, nacen de un odiar casi obsesivo al padre que lo trajo. Este sujeto, al padre del gran Hank me refiero, era otro cacho de granito inabordable. Ya le podías tirar lo que le tirases. No había forma de penetrar. Ni muesca. Se comprende, pues, que Bukowski se pasase su vida entera borracho: si no hubiese bebido hasta matarse no hubiese habido Bukowski ninguno, se habría quitado de en medio mucho antes de escribir la primera línea. Nada nuevo bajo el sol...
¿Pero y cagarse en la madre que te trajo?... ¡Eso aún no lo ha hecho nadie!... ¡¡¡Nadie!!!... Casi podían oírse como estallidos los pensamientos histéricos del bueno de George Simenon, allá junto a la cama de su mamá moribunda, mientras planeaba la carta-libelo-bomba-lapa que pensaba escribir en contra de su santa madre, a poco que ésta tuviese el buen docoro de estirar la pata de una condenada vez.
La mencionada hostia con la mano abierta al fantasma de la madre muerta tarda tres años en llegar, pero al fin llega. Simenon se lo piensa mucho. Vacila. No quiere ser un mal hijo, irrespetuoso y demás, pero tiene espinas clavadas, banderillas como camiones de gordas, hincadas en el lomo sangrante, como la vez aquélla en que la madre, toda tranquila, toda pachorra, la señora, va y le suelta al hijo famoso, al hijo escritor, que qué lástima, ¿no?, George, jopeta, hostias, qué pena que fuese tu hermano el que muriera, ¿no?, George, ¿verdad?, ¿verdad que sí?... Aquel que una vez llegados a este punto tuviere alguna duda respecto a la cabronez suma de la madre de George, por favor, que deje de leer... O se tome un café bien cargado.
Las cosas así, George no puede, no quiere creer que su madre fuese en verdad tan como él creyó toda su vida que era, esto es: una loca cabrona desagradecida. Así que al final se decide y se pone a escribir, a escribirle a la madre muerta y cabrona, por ver si puede hacer las paces con ella, perdonarla y perdonarse en comprendiéndola, desde la muerte y la distancia. Simenon empieza la carta con dos puntos muy claros: madre, yo pensé toda mi vida que eras una cabrona desgradecida y que estabas loca, por eso me fui de casa a los 19 años y no te volví a hablar más que lo justo, pero ahora, a través de esta carta en modo de introspección chochainas, verás cómo yo te voy a conocer y entender de verdad, cómo tú fuiste en el fondo de tu hondura, ya verás que sí, mamaíta querida... Y así, después de un montón de cháchara sentimentaloide impropia del creador de Maigret; de hablar y más hablar, de recordar y más recordar, de reprochar y más reprochar; Simenon llega al final de la carta concluyendo que, en efecto, tenía razón: madre, todo era cierto: fuiste toda tu vida una loca cabrona y desagradecida. ¡Cómo nos la pegaste a todos, egoísta de mierda!
Bueno. No es exactamente así. Pero casi casi.