La luz que se refleja en la mirada de un atónito Jean-Louis Trintignant, no es sólo la muestra de la determinación de una persona que sabe que se enfrente al final. Quizá no el suyo propio, pero sí el de su vida. Una vida sin la persona que ha estado a tu lado a lo largo de los años, es como un café frío o el sexo sin amor, meras apariencias o sombras que sólo satisfacen al cuerpo, pero no al alma. Esa luz que entra por el ventanal del salón y que de una forma tan potente se refleja en su rostro, enseguida se torna turbia como una especie de tiniebla que poco a poco se posa sobre sus días y los de Emmanuelle Riva; en una sucesión de acontecimientos vitales, que por sí mismos son inofensivos, pero que concatenados se convierten en letales. Pero quizá, esa mirada, también se interrogue el porqué de su final. La luz de la música, del ingenio, del amor… se pierde en la oscuridad del tiempo y de los días; acabar así... ¿es obligado acabar así? Michael Haneke una vez más deposita en la cotidianeidad del día a día, y en su inofensiva presencia, el terror del paso del tiempo y sus consecuencias. Actos en apariencia impunes se convierten en letales ante los ojos de Haneke que, rodea de silencios y espacios vacíos, las preguntas que nos van surgiendo a medida que el film va avanzando; lento, pero seguro hacia un final trágico. Nada es fútil en el manejo de los tiempos del cineasta austriaco, ni la luz, ni la perseverancia de los sentimientos últimos del amor, pues todo está al servicio de la mirada en las tinieblas de la vida. Nuestra llama se extingue y ahí está su cámara para captarlo todo y dejarle al espectador que saque sus conclusiones. Nada sabemos del pasado de los protagonistas, ni por qué su hija no les visita más a menudo, o no se impone a la hora de trasladar a su madre a un hospital. Todo está impostado y a la libre elección del espectador que, a medida que avanza la narración, se da cuenta que eso es lo menos importante, porque lo que de verdad importa es lo que sucede en un lento devenir que se convierte en trascendente, vital, único y nada caprichoso, porque cuando la luz de nuestra mirada se apaga, también lo hacen los sentimientos, el recuerdo y la vida.
Para traspasar todas esas fronteras, asistimos al levantamiento más íntimo y egoísta del ser humano; el de su privacidad y el de ser uno mismo ante la mayor de las adversidades. Sin experiencia o con ella, la dignidad y humanidad de Trintignant es conmovedora. Su mirada, sus silencios y esos porqués sin respuesta, le convierten en un héroe ante la muerte y el final de él y de ella. Soberbio en sus movimientos, matices y en esa mirada suya que se pierde en el infinito de sus recuerdos. Es con todos esos elementos interpretativos, con lo que nos hace revivir su tragedia a unos niveles majestuosos, como si un tsunami se apoderada de nosotros. A su lado, una no menos soberbia Emmanuelle Riva, digna de los mayores elogios, pues las muestras de sus discapacidades, no son suficientes para que su mirada se apodere de nuestros corazones. Dignidad y valentía para dar y tomar, como la más auténtica de las lecciones de la vida. La vida es larga, dice Riva, cuando le pide a su marido que le acerque los álbumes de fotos, en un último intento por recordar quién fue y cómo amó en su juventud. Un brillo, el de entonces, que todavía permanece en esa expresión que no termina de presentar el armisticio final a su existencia. La vida es larga, parece recordarnos con el brillo de su mirada, y a pesar de su trágico final, merece la pena vivirla.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.