Corría por la arena caliente, ansiando cambiar esa libertad por afecto. La vio y se arrellanó a su lado. La mujer lo observó de soslayo a través de sus gafas oscuras y sin dudarlo le lanzó un chancletazo certero. Él no se acobardó y la colmó a besos, aulló serenatas y hasta bailó en dos patas para impresionarla, pero solo consiguió otra chancla. El cortejo acababa de empezar. Ambos eran animales de costumbres. Todas las mañanas ella clavaba su sombrilla en el mismo sitio. Él siempre volvía.
Texto: Sara Lew
Fotografía: David Lew
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