"Aparentamos naturalidad. Cierro la puerta. El ama está en el pasillo y me observa con desprecio. Incluso pone los brazos en jarras. En el dormitorio permanecen Lala y Adrián empezando a formar la bolita de escarabajo de su felicidad. Parece que me marcho porque quiero marcharme, porque sigo siendo el hombre que bajó de tres en tres las escaleras del metro. Pero lo cierto es que me voy porque estoy fuera de lugar. Soy una interferencia en el nacimiento de esta compenetración que me duele en el alma. Es como si la dueña, con la intensidad de sus ojos marrones, me estuviese apartando de la guarida donde el último hombre y la última mujer de la Tierra van a aparearse. Soy un excluido y esta mujer esperaba a la puerta de la alcoba, atenta a los gorjeos y los ahogos, para cerciorarse de quién ganaba. Estaba segura de que habría un ganador y ya sabe que a mí me puede servir fuera la comida, como a los perros, a la intemperie, porque no soy el caniche favorito que disfrutará de la calidez del regazo de su dueña. Perro sin hogar".
Perro lastimado. Perro que se hurga en la herida que duele. Perro que se había ido y dejado el territorio libre al caniche. Perro que no sabe irse sin echar la vista atrás porque es el lacerante deseo de quedarse el que le impele a irse, porque "quería estar y no estar al mismo tiempo. Recordaba mi cara de tonto sentado en aquel vagón del metro de la línea diez -¿adónde iba yo, adónde me dirigía sentado en un vagón de la línea diez?- y quería estar y no estar, detenido en ese maravilloso segundo en el que Lala corría detrás de mí sin llegar a alcanzarme y, sin embargo, yo podía sentir a mis espaldas el calor de su sudoración". Perro que huye como protesta, como confirmación de un estatus de perro callejero que le gustaría enarbolar cuando, sin embargo, íntimamente no es más que un perro fiel que lucha contra el convencional instinto de tenderse a los pies de su ama. "No sé hasta qué punto una huida puede considerarse un argumento contra el discurso del otro, pero yo creo que sí, que huir es una forma deportiva de no darle la razón al contrincante". A un contrincante que en este caso no es el caniche sino la jefa de la manada.
Cuando Raymond la deja, Lala ya había conocido a Adrián. Es probable que lo de Raymond y Lala no hubiera tenido igualmente futuro si Adrián no hubiera aparecido en la vida de Lala. Es plausible que Lala hubiera terminado igualmente casándose con Adrián aunque Raymond no hubiera huido de su lado. Y es que con Adrián todo es fácil. No hay que esforzarse. Todo fluye. Es como un partido de ping pong en el que la pelota es acogida y devuelta con una respuesta que no deja lugar a dudas. Tú me gustas - yo te gusto. Yo te quiero - tú me quieres. Se viene abajo esa máxima de que el amor duele, de que amar es sufrir. Y aunque Lala en principio no está preparada para recibir de vuelta una pelota que lanzó asumiendo por costumbre que iba a ser rechazada, termina por afianzarse en la creencia de que "el amor deber ser a veces un lugar en el que coger aire y estirar las extremidades" mientras yo no puedo evitar recordar lo que hace bien poco leí en El último día de la vida anterior: "¿No es eso el amor: una charla infinita y blanca, sin propósito, mera confirmación de la presencia?"
"Nos cogimos de las manos. No tuve que concentrarme en su boca para forzar un beso. No tuve que quedarme mirando su boca fijamente. Dejé de sudar. Besé a un hombre que había recibido mi señal y no la rechazaba. No tuve que rozarle, como sin querer, para que me hiciese una caricia. De pronto, era absolutamente hermosa y no era preciso que me comportara de un modo especial para agradarle, porque ya le agradaba y se le notaba contento y no tenía ganas de irse deprisa por si le abría a la fuerza, con la cucharilla del café, una hendidura en la boca para que me diera un beso.
Las filigranas, los esfuerzos titánicos con Raymond eran mi obligación, mi obcecación, mi orgullo, mi arte, mi lado masoquista, y ya no me sentía capaz de desprenderme de lo que había creído que significaba amar a un hombre: la seducción es un tornillo que se va enroscando en una tabla. Sin embargo, tampoco me desprendería de esto otro que me estaba llegando con Adrián para reconfortarme sin que yo me hubiera esforzado en conseguirlo".
Y no, Lala no se desprende ni de esa sensación ni de Adrián, que es quien se la provoca. Y, así, Lala solo necesita que Adrián la mime, la abrace y se compadezca de ella porque solo Adrián puede verla desde una posición desde la que nadie más la observa. "Decúbito prono. Arrodillada. Hecha un ovillo. Llorando delante del espejo. Minúscula. Partícula. El doble inverso de esa mujer fuerte y dominadora que algunos se empeñan en ver en mí, tal vez porque yo hago fuerzas, porque me empino de puntillas para parecer más alta, meto estómago, saco pecho, respiro hondo, levanto la barbilla. Las circunstancias nos obligan a inflar la vanidad". El amor, pues, parece que desinfla. Cabría preguntarse hasta qué punto. Está muy bien relajarse para estirar las extremidades y quitarse para ello bajo el amparo del amor la careta y el disfraz como quien se despoja de unos zapatos que aprietan nada más cruzar el umbral del hogar, pero no puedo evitar, al leer el anterior entrecomillado, pensar en el peligro de esa reducción a la pequeñez, así como preguntarme si ese anhelo de protección está presente en todas las mujeres, incluso en las aparentemente más fuertes, al igual que Raymond, al pensar en Elisa (de la que aún no os he hablado) no puede evitar preguntarse "si todas las mujeres en el fondo conservan esa brizna de pasividad, ese fermento de cuento de princesas, caballeros y dragones, que las lleva a experimentar orgullo si alguien las escruta en silencio y las acosa, si alguien finalmente las secuestra por amor y las ata a la pata de la cama y les pega una buena hostia porque las ama más que a nada en este mundo".
Han pasado años desde el amor de juventud entre Lala y Raymond. Ha pasado tiempo desde que Raymon huyera con el olor de la sudoración de Lala a sus espaldas. Vuelve ahora que no tiene a dónde regresar, ahora que no tiene sentido huir, pues solo sentiría frío en su espalda. Perro sin hogar. Perro abandonado. Perro solitario que rumia el dolor de saber que es la nuca de Adrián la calentada por el aliento de Lala. Lala y Adrián, tan rebeldes y antisistema, han sellado su amor a través de una institución tan convencional como es el matrimonio. Desde un balcón frente al nido de amor de la pareja y parapetado tras sus prismáticos, Raymond observa y vigila una felicidad que no es suya. De la que le han excluido. Que le han negado. Que se ha negado. Perro acechante. ¿Perro inofensivo?
De quien no huirá Raymond es de una casualidad que se cruza providencialmente en su destino. Así es como Elisa y su hija Esther se trasladan a vivir a su apartamento. Elisa es otra perra herida. Perra humillada por ese caniche quizás más preocupado de lavar su conciencia que bienintencionado, por ese hombre que responde al nombre de Adrián y del que no alcanzo a saber si es bueno o "no es bueno, sino que necesita conservar esa imagen perfecta de sí mismo". Pero Elisa no se contenta con otear a su enemigo y con lamer sus heridas. Elisa es de las que se revuelven y muerden. Probablemente le gustaría lanzarse a la yugular de quien la ha apaleado, pero es perra cobarde que prefiere azuzar e inmolar a otros, aunque ese otro sea aún un cachorro que no sabe cómo manejar la explosiva, corrosiva y paralizante mezcla de amor, temor y lástima y que obedece sin presentar oposición porque para la "sumisión no valen las razones".
La llegada de Raymond y posteriormente de Elisa al barrio es una punzada incómoda que poco a poco va tornándose en ambigua amenaza. Lala y Adrián no pueden evitar sentir que los recién llegados encajan mucho mejor en el vecindario que ellos y que además han conseguido amoldarse a él sin proponérselo. También comienzan a percibir una sutil erosión en la relación con sus vecinos y un incipiente recelo de los mismos hacia ellos. "Nos miran y, en lugar de ser alzados a la categoría de ciudadanos de primera -gente de bien- por nuestra participación en la sociedad civil, somos culpables". Esconder cualquier objeto o lectura que delate o haga sospechar de su conciencia ideológica cuando se van de vacaciones y le dejan la llave a una vecina para que riegue las plantas parece no ser suficiente.
"Si tomamos esas precauciones, la velada [...] será muy agradable. Como todas. Nos quitamos la palabra y, a ratos, zanjamos algunos asuntos más dándole [...] la razón antes de que surja esa pequeña diferencia electrizante, la larva, la sospecha de que quizá no seamos buena gente. No queremos percibir la desconfianza en el gesto [...]. Esa tirantez. A veces nos consolamos pensando que quizá somos dos paranoicos, pero hoy no nos arriesgamos a acertar. Podemos parecer dos cínicos, dos hipócritas, pero en realidad estamos cansados y hemos aprendido la triste lección de que casi nunca merece la pena discutir. Todo parece extremadamente difícil, tan espeso, tan asfixiante que buscamos un respiro, inhalamos oxígeno de la bombona, celebramos las fiestas de guardar y procuramos buscar vínculos que nos alivien y nos hagan sentirnos parte de los grupos numerosos, de las naciones del mundo, de lo que nos han hecho creer que es el género humano: vivir con los demás la alegría después de la victoria de un equipo de fútbol, valorar una película tan tierna como los borreguitos que anuncian detergentes, alabar la labor de las organizaciones no gubernamentales, respetar todas las creencias, compartir el tópico de que esta es la ciudad con la noche más divertida del universo y de que como aquí no se come en ninguna parte. Necesitamos áreas de descanso. Remansos de paz. Desconexiones de esa fibra que nos mantiene siempre con el ojo avizor y el colmillo retorcido. Sintiendo cómo un millar de pulgas nos mordisquean las ingles".
Cierto es que Lala y Adrián a veces parecen unos cínicos y unos hipócritas, como, por otra parte, no dejamos de ser todos aquellos que tenemos buenos sentimientos hacia el prójimo pero que no dejamos por ello que esos sentimientos tambaleen los precarios palillos que sostienen nuestra comodidad. Y si bien es cierto que "las buenas personas se avergüenzan de su desconfianza", no es menos cierto que "lo que da pena aterra, y lo que aterra se odia. Ergo odiamos lo que nos apena". De todas formas, siempre es así: a las personas como Lala y Adrián, que enarbolan la bandera de la justicia social, se les "impone un modelo irreprochable de conducta victoriana", pues "el cinismo se relaciona con la exigencia de predicar con el ejemplo", y, como es de esperar, nadie soporta un escrutinio constante. Así, sorprendo a Lala pensando que "en el mundo hay gente de la que uno, por cómo huele, por cómo mira, por lo que dice y por lo que calla, no puede fiarse", o expresando que "no tiene la misma credibilidad un hombre que trabaja y lucha cada día que una mujer metida en una bola de pelusa, hipnotizada por una cicatriz, una mujer que alimenta hipopótamos en el zoológico y que pica el ajo muy finamente solo para que a ti te escueza el paladar". Por otra parte, ¿cómo acertar ante quien está ojo avizor presto a juzgar y a señalar con el dedo? La moneda que en días alternativos Lala deja en la mano de una mendiga intenta más responder a esta pregunta, así como establecer un equilibrio en su conciencia, que ayudar a la mujer. "Si dejo la moneda seré una monjita, buena y limosnera, que podrá dormir por la noche con la conciencia inflada como un huevo de Pascua. Si no la dejo, seré una bocazas, una cínica, incapaz de resolver un hambre puntual, escudada en mi vocación imbécil de acabar con todas las hambres sin hacerle concesiones a una sola".
Cuando Lala y Adrián constatan por primera vez la amenaza que supone el acecho de Raymond y Elvira, Lala sorprende al mirar a su marido "el gesto de estupor de una persona apaleada que no entiende por qué nadie puede despreciarlo tanto como para pegarle con los puños". Las situaciones que plantea Marta Sanz en esta novela son así. Se sienten como un golpe, pero como un golpe sin puño ejecutor definido y que parece más bien ocasionado por un temblor o una sospecha. Se trata, como muy certeramente señala Isaac Rosa en el prólogo a esta novela, de "una violencia moral, propia de quien no escribe desde la amoralidad ni la inmoralidad, sino desde la impugnación de esa hipocresía que solemos llamar moral".
Amor fou es el cuarto libro que leo de la escritora madrileña. Por muy bien que quiera explicaros cómo es Marta Sanz como escritora, no podría hacerlo tan bien como lo hace Isaac Rosa en el prólogo a esta edición revisada por la autora para su nueva publicación en 2019. El dominio, la precisión y el juego del lenguaje, la querencia por lo físico y lo corporal, la conciencia y crítica social, todo esto y más marca de la casa Marta Sanz lo señala con acierto el escritor sevillano. Para los temas que trata en concreto esta novela, sin embargo, la propia autora hace un maravilloso y significativo paralelismo en un capítulo en el que Lala diserta sobre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
No sé muy bien lo que esperaba de este libro cuando me fijé en él hace ya varios años. Lo que sí sé es que lo que me ha deparado esta lectura es algo muy distinto a cualquier otra cosa que me hubiera podido imaginar. Amor fou se me ha revelado como una novela muy política. La historia es contemporánea a la época en la que fue escrita, allá por 2004, una época en la que la que aquí escribe tenía suficiente edad no solo para recordar sino para tener consciencia, interpretar y ejercer crítica sobre lo que se estaba viviendo. Sin embargo, no he reconocido el sentir que Lala y Adrián manifiestan en esta novela. No recuerdo ni social ni políticamente esos años como represivos. He sentido cierto desapego en ese sentido, aunque esto probablemente sea más achacable a mí misma, que tal vez por aquella época diera menos importancia a estos asuntos de la que les doy ahora, que a Marta Sanz. También lo he sentido en ocasiones por los personajes. Son poliédricos y están llenos de contradicciones, pero, aunque es de agradecer que Marta Sanz los construya así, me he quedado con la sensación de no alcanzar a conocerlos del todo, especialmente a Adrián. La historia la cuentan entre Raymond y Lala de manera alternativa. A Raymond le hastía la perfección de Adrián, de ese hombre que, aunque es " una bellísima persona, durante una fracción de segundo me mira con la expresión de la victoria. También con un poco de odio. Pero nada de esto puede ser verdad, porque Adrián es un santo". En cuanto a Lala, ella misma confiesa que "no hay cosa en el mundo que pueda molestarme más que el desafecto hacia mi marido". Tras una conversación con su madre sobre un asunto pasado de Adrián, reflexiona así: "Mi madre no se fía de mí. Tal vez yo le esté mintiendo para llevar hasta el límite la cabezonería de querer a Adrián". "Mi madre, como siempre pensando en lo peor, creería que mis explicaciones [...] no son más que el velo que me sirve para difuminar la certidumbre más dolorosa: la de que soy una mujer a la que su marido engaña y que está dispuesta a todo por cubrirle en cada crimen. Qué poco me conoce mi madre. O cuánto". Raymond ve a Elisa como es y así la retrata. Lala ha construido su felicidad en torno a Adrián y no está dispuesta a introducir en su relato ninguna imagen que ponga en peligro esa esfera en la que viven los dos, todo aquello que ha construido y por lo que ha apostado. Y es que "el miedo es inherente a la felicidad". No hay nada más reaccionario que la felicidad. No hay nada que nos haga volvernos más conservadores. "Porque el estado de felicidad es cobarde y lamenta los cambios. Lala y Adrián, desde su optimismo revolucionario, desde la fuerza que les da su alegría cotidiana, esgrimen sus pequeñas armas retóricas y luchan, y yo me pregunto por qué, para qué, si la más mínima variación en las rutinas de su existencia disminuiría la perfección y el lujo en que los dos se aman". "Es la paradoja del revolucionario feliz".
"Me equivoqué; para que Lala pagara por no prestarme atención, para que pagara por el hecho de cambiar de vida y ser feliz sin mí, yo no hubiera debido escarbar en el ayer, sino retratar el futuro. Es lo que tiene la felicidad. Cuando alguien la siente sin culpas ni restregones del pasado que laceren la piel y nublen la conciencia por las noches; cuando uno experimenta la felicidad en gestos cotidianos como poner la televisión a cierta hora y ver una serie de forenses, o saber que el sábado por la mañana se tomará el aperitivo, entonces la felicidad desaparece, borrada por el miedo a perderla, por la inminencia de las enfermedades y las catástrofes".
Año de publicación: 2018 (2004)
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