Revista Cine
De Amor, la última película de Michael Haneke, nadie sale indemne. De hecho, cabe la posibilidad de que no haya posibilidad de escapatoria. Que el espectador, después de abandonar la sala de proyección o la cómoda butaca de su salón, prosiga contemplando la película, extrayendo trozos a conveniencia, fijándose en detalles que se le habían pasado por alto o que, en la primera ocasión, no concedió excesiva importancia. El de Amor es un cine incómodo, que practica una violencia doméstica, desparejada de su lastre físico, enmarcada en la rutina de una pareja de ancianos que ven convulsionada su vida cuando uno de ellos empieza a demostrar inaplazables signos de decrepitud. El discurso de Amor no es en sí mismo el amor que evidencia esa pareja, el que ha hecho que amasan una biblioteca gigantesca y vivan un retiro dorado, con un gran piano presidiendo el salón y amables conversaciones sobre la travesía de los años compartidos mientras desayunan en la cocina. Es la muerte, la inasible, la indeclinable, la que impregna toda la trama.
El búnker de amor de Georges y de Anna se desmorona cuando lo visita la enfermedad. Se le empiezan a abrir las costuras, entra el frío. Lo que el deterioro de Anna produce es la constatación brutal de que lo peor de que la muerte te robe un ser amado es que no tenga un finiquito noble, acorde a la belleza de la vida que está sacrificando. Y Haneke desmonta el idilio amoroso, el mantenido durante decenas de años, filmando las piezas más sencillas de ese derrumbamiento. Georges lee la prensa a Anna en la cama. Georges la incorpora después de que haya usado el inodoro. Probablemente el amor consiste también en la ejecución de una serie de obras menores, irrelevantes a los ojos de la belleza, intrascendentes, que únicamente ocupan un lugar en el mecano silencioso de las horas. Ninguna de las cosas que el marido hace por la esposa le distraen del hecho fundamental: el hecho de que son testamentarias, últimas. Lo que el marido no acepta, contra lo que batalla inútilmente, es la mediocridad de la enfermedad. No admite que Anna, a la que ama, se vaya perdiendo y no sea capaz de valerse por sí misma ni sea capaz, ya al final de la vida encamada que padece, de expresar lo que siente, de articular una palabra inteligible, de rememorar con él los paseos en los parques, la crianza de la hija o la didáctica de la música a la que no renuncian. Jamás he visto, por otra parte, unos actores tan involucrados en un papel. No parecen en absoluto figurantes que recrean un guión. Te los crees como jamás has creído a nadie que te haya engañado en una pantalla de cine. Fomirdables (es poco eso de formidables) Jean-Louis Trintignam y Emmanuelle Riva.
Amor es en realidad un film sobre la honorabilidad de la muerte. Decía que no es posible salir indemne de esta obra. Cuanto esboza o cuanto fija de un modo indeleble concierne incluso al más alejado del espectador a quien se supone que va dirigida. No hay film de Haneke que, visto en esta perspectiva, no consiga conmocionar, apelar a cosas que llevamos dentro y que afloran visible y certeramente. Haneke tiene la virtud de hurgarnos como a veces no creemos que pueda hacerse. Nos violenta, nos enfrenta al extrañamiento del mundo, a su vértigo y a su fiebre, a lo que nos aguarda y a lo que tememos. Haneke es un cronista del extravío de vivir. Por eso ha fijado su mirada en la conclusión de ese extravío, en la muerte no contemplada como un arrebatamiento sino como una impertinencia. Deja claro, a poco que sintamos el dolor de Georges como nuestro, que morir es un acto infame, uno que deshace a brochazos una pintura formidable en la que hemos estado ocupados y a la que hemos dedicado la más feliz y obstinada de las convicciones. No sé si he visto alguna otra película (o leído algún libro) en el que la vejez sea registrada de una manera tan lírica. No hay un discurso abrupto. No está el Haneke áspero, de discurso hostil, que perturba (La cinta blanca, las dos Funny games) sino uno nuevo, delicadísimo, de una contención absoluta en el modo en que cuenta una historia muy, muy incómoda, que nos afecta más de lo que podríamos permitir en la limpia oscuridad de una sala de cine, que traspasa la placenta idílica de la ficción, taladrando las defensas que creamos para evitar el caos y el miedo, accediendo a un lugar al que solo en ocasiones puede llegar la sensibilidad de un extraño cuando nos cuenta al oído una historia de amor.