Aún tengo presente aquella noche de sonrisas y muecas, siento el frío de mi copa en la palma de mi mano derecha, su olor a flores dulces conjuntándose con las notas de la banda de jazz que ambientaba la velada.
Seré sincero conmigo, se trata de una historia que ¡no quiero olvidar! Por más dolorosa que parezca.
Lo complicado no fue hacerme a la idea de saber que nunca llegamos a nada, sino de tener claro que ella nunca quiso nada. Forme parte de un cúmulo de emociones sin remitente, de un sueño tan ligero como las nubes, y oscuro como cualquier tormenta.
Por mi mente pasaban más emociones que las que mi alma podía asimilar, y mi peor problema era yo.
Pero supe que no fue amor, sino hasta el día en que vi que su felicidad no se encontraba entre nuestros intercambios de canciones, en mis poemas mal escritos, mis detalles diarios, o mis constantes regalos, sino en la mano de un poeta ajeno. Y le llamo de esa forma porque logró lo que yo nunca, conseguir todo, sin dar nada.
Al cabo de unos meses, el interés hacia mi regreso, con la promesa de iniciar de nuevo, un juego que caí sin determinar reglas.
Y es que los hombre también ¡Somos tontos! Nos llenamos de ilusión, con dosis de amor, de promesas que creemos nuestras, e intenciones disfrazadas de realistas.