La disciplina matemática más difícil es aquella que nos enseña a contar nuestras bendiciones. (Eric Hoffer)
Debía tomarse varias pastillas al día, formaba parte del interminable proceso que algún día –cruzaban los dedos, se pasaban el día tocando madera- culminaría en la realización del sueño de ambas. Parece mentira, pero lo de ingerir esas enormes píldoras era lo que más le costaba. Mucho más que abrirse de piernas delante de un desconocido, más incluso que contestar con una paciencia rayana con la tolerancia las machaconas preguntas de la gente que no comprendía lo que estaban haciendo. Esos objetos –alargados, redondos, de engañosos colores atractivos- parecían querer asfixiarla, pretender atascarse a mitad de camino, convertirse en losas ahí, sobre la mesa, junto al vaso de agua.
-¿Cómo es posible que puedas tragarte un trozo de filete y no esto? No me vengas con cuentos.
Eso le decía todo el mundo, eso le decía hasta su compañera de sueños y despertares.
Las dos se sentaron a comer pasta. Al terminar, su mujer se dio cuenta de que no le había recordado que se tomase la pastilla que le tocaba a esa hora, la más grande de todas.
-¿Te has tomado el Gestagyn? –le preguntó con los brazos en jarra, dispuesta a echarle una regañina de esas que reciben los niños cuando el adulto no está del todo enfadado.
-Sí –respondió ella, lacónica.
-¿Cómo lo has conseguido esta vez?
-Con pan.
-¿Con pan, así, a secas? –bajó los brazos sintiendo una ternura que atragantaba más que todas las pastillas juntas, que le sobrepasaba y que solo ella era capaz de provocarle.
-No, con pan mojado en macarrones.
Su mujer no pudo evitar correr a abrazarla con los ojos llenos de lágrimas y la certeza de que nunca, nunca, podría terminar de expresarle su gratitud por todo lo que estaba haciendo para convertirla en madre.