A Diego le gustaba recordar su boda con María, qué locura, sin haber terminado la universidad, aunque las cosas no les fueron mal, mejor que a la mayoría de sus amistades con mejor pronóstico y peor acierto. La verdad es que Diego le había cogido el gusto a recordar, en general, nunca lo hizo con tanto esmero, una cuestión de tiempo del que antes no disponía. Visto el porvenir, prefería mirar hacia lo ya venido, no era una cuestión de pesimismo, quizá la paz de los vencidos, acababa de leer en un libro de Benavides.
Él y María cegados por el arroz que parecía arrojado con saña por sus amigos, por desertor, y por sus amigas, por envidia; la luna de miel en la playa, que no eran tiempos de grandes viajes, como dos adolescentes tratando de dejar de serlo; el nacimiento de los hijos, que solo podía traer felicidad a la casa, les dijeron, aunque a él lo inundaron de responsabilidad y trabajo y hubiera preferido seguir a solas con María; las dificultades económicas cuando tuvieron que comprarse una casa más grande... En fin, tantas cosas que podrían haberlos separado y que sin embargo los mantuvieron unidos, en la riqueza y la pobreza, había dicho el cura.
Ahora lo veía, el amor entretejido en el tiempo, casi sin darse cuenta, las complicidades elaboradas en la alcoba, el apego, la costumbre, sus rutinas familiares... ¿Quién puede vivir sin rutinas que le ordenen lo de diario? El cariño de María, la sustentación de su lado paralítico, las palabras que no acertaba a completar, incondicional, en la salud y en la enfermedad...
Y María, abnegada esposa, entraba en su habitación cada mañana para abrirle las cortinas, para ayudarlo con el desayuno, para acompañarlo al baño, para sentarlo en su butaca, cómodo, sin sobresaltos, que ella tenía que salir.
Tenía que salir a resolver asuntos, que ahora se ocupaba ella de todo, y menos mal que Arturo la ayudaba, qué buenos amigos fueron siempre, desde la universidad. Diego así también se quedaba más tranquilo, Arturo fue siempre tan diligente.
Texto: +Ángeles Jiménez