Revista Opinión

AMORES PONTIFICIOS ( capítulo final)

Publicado el 14 junio 2019 por Carlosgu82

A la mañana siguiente mi padre me acompañó a la estación. Allí nos despedimos por dos semanas.

– Ve con cuidado -me dijo.-Ese viejo idiota no sé cómo reaccionaría si te ve con su hija, y más sabiendo que eres hijo mío.

– No te preocupes papá. En estos casi tres años que han pasado he cambiado mucho. Ya no soy un crio. Además, no pretendo que su padre me vea. No pienso pedirle permiso para ver a su hija, porque sé que me lo negaría.

Mi tren llegó diez minutos con retraso. Nos dimos un abrazo y nos despedimos. Mientras el tren se alejaba de la estación pude ver a mi padre saludando a unos compañeros de trabajo que acababan de llegar. Faltaban nueve horas para poder volver a abrazar a Amalia. Ella no sabía nada de mi viaje. Era una sorpresa. Estuve un buen rato preguntándome como reaccionaría al verme, pero al final el sueño me venció y me quedé dormido. Cuando desperté ya íbamos por Santiago del Estero, y faltaban aproximadamente dos horas para llegar a la estación central de Santa Catalina. En ese municipio vivía ahora Amalia. Su tío tenía en esa zona una importante y fructífera empresa textil, la cual, su ubicación en la frontera con Bolivia le reportaba muchos beneficios y ventajas a la hora de importar y exportar telas al país vecino. El 70% de la producción era destinada al mercado nacional, el otro 30% se lo repartían países vecinos como Bolivia, Chile, Uruguay o Paraguay. A las siete de la tarde llegué a la estación de Santa Catalina. Al salir, le pregunté a un guardia por la dirección que me había dado Amalia, y este muy amablemente me la indicó. No estaba muy lejos, a unos cinco kilómetros, así que decidí ir dando un paseo y aprovechar el radiante día de verano. De esta forma también tendría más tiempo para pensar en lo que decir. Después de un paseo llegué a la puerta de su casa. Allí no parecía haber nadie, ni siquiera se veía a Rufo en el jardín de la casa dando saltos. Decidí buscar alojamiento. Cerca de su calle había un hostal, a unos setecientos metros. Se veía muy acogedor, y allí decidí hospedarme. Luego, salí a dar una vuelta por la ciudad.

A unos trescientos metros de mi hostal había un parque lleno de puestos de bebida y comida donde sonaba la música. Parecía que estaban celebrando algo. Escuché a unos chicos de mi edad diciendo no sé qué de las fiestas de Santa Catalina.

-Perdonad muchachos – dije interrumpiendo la marcha de los tres chicos. – ¿Que se celebra?

– Son las fiestas de la patrona de la ciudad. Nuestra señora Santa Catalina -dijo uno de ellos, un tipo regordete y simpático que estaba fumando un pitillo. Hoy es el primer día, y durarán toda la semana. ¿De dónde eres?

– Soy de Buenos Aires, del barrio de San José de Flores-dije con orgullo.

– ¿Que viniste para las fiestas? – dijo el mismo chico.

-No. Vine a visitar a una vieja amiga.

– ¿Cómo se llama? Quizá la conozcamos. Nosotros conocemos a todo el que vive aquí – dijo el más alto de los tres.

Amalia -dije. – Tiene una prima que se llama Luciana. Ella si es de aquí. Su padre es el dueño de la fábrica textil.

– ¡Haaaa! -dijo el primero que había hablado. – Vos estáis buscando a la hija del señor Mateo, “la porteña”. Claro que la conocemos, y a la hija del patrón también. Los tres trabajamos en la fábrica del Señor Ramón. Si quieres te indicamos donde está su casa.

– Acabo de pasarme por ahí y no había nadie.

– Quizá estén en la fiesta -dijo el chico regordete, pegándole la última calada al pitillo, tirándolo al suelo y apagándolo con la suela del zapato. – Si quieres te acompañamos, íbamos para allá.

– Estaría bien, la verdad es que aparte de a ellas no conozco a nadie más aquí. Soy Jorge.

-Yo soy Juan -dijo el chico regordete. – Ese es Julián, y el otro es Pedro, aunque todo el mundo lo conoce como “el rubio”. Encantado.

Me fui con los tres chicos a la fiesta. Entramos al parque y el ambiente de fiesta comenzó a notarse. Estaba lleno de gente, y solo eran las diez de la noche. Pasé por delante de un puesto de perritos calientes y mi estómago empezó a rugir. No había comido nada desde el desayuno y tenía un hambre atroz. Me pedí un par de perritos y un refresco de naranja. Me dispuse a invitar a mis tres nuevos amigos, pero ellos se me adelantaron.

-No te preocupes Jorge. Estás invitado. ¿Si queremos que hables bien de nuestras fiestas tendremos que tratarte bien, verdad? – dijo Julián. Nos pusimos a reír los cuatro.

Nos sentamos en un muro mientras comíamos. Después de comer, saqué unos puritos del bolsillo y les ofrecí a los chicos. Era lo menos que podía hacer después de lo amable que habían sido conmigo. Julián y Pedro no paraban de piropear a las chicas que pasaban delante de nosotros. Todos reíamos.

Después de un rato charlando, aparecieron tres chicas que se dirigieron hacia nosotros.

– ¡Hola! – saludaron las tres a la vez.

-Hola chicas -dijo Juan. -Este es Jorge. Ellas son Nati, Cintia, y Lourdes.

– ¡Encantada! –repitieron de nuevo las tres a la vez.

– ¿Alguna de vosotras ha visto a Luciana y su prima? -dijo Juan mirando a las tres chicas, esperando que alguna de ellas le diera la respuesta.

-Yo las he visto hace una media hora -dijo Cintia. – Salían acompañadas de Roberto y Javier en dirección al Estanciero.

– ¿Dónde está ese Estanciero, y que es?

El Estanciero es el Local más famoso de la ciudad -dijo Nati. – Allí solo puede entrar la gente de clase alta. A los chicos del pueblo no nos dejan pasar, pero Roberto y Jaime son los hijos del señor Perotti, el socio del señor Ramón, el padre de Luciana. Mira Jorge, te acabo de conocer y creo que eres un buen chico. Me he dado cuenta como se te iluminan los ojos cuando hablan de Amalia. Si la amas ves a buscarla. Si sigues recto por esta calle, llegarás al local. A ti no te conocen. Si convences a la seguridad con una buena historia seguro que te dejan pasar.

– Muchas gracias chicos. Sois muy amables – les dije mientras me despedía de ellos uno por uno.

– Si vas a estar más tiempo, búscanos en el parque o en la plaza del ayuntamiento. Estaremos por aquí todas las tardes después del trabajo. ¡Buena suerte amigo! -se despidieron y desaparecieron los seis entre la multitud del parque.

Llegué a la puerta del Estanciero. Era una especie de local de copas para la gente de la alta sociedad. Desde fuera se veía a la gente sentada en las mesas, charlando, bebiendo y fumando; algunos se animaban a bailar. No vi a Amalia ni a Luciana por ningún lado. Quizá estarían en la parte de adentro. Probé a entrar.

– ¿Quién eres chico? -dijo uno de los porteros. -¿No eres de Santa Catalina, verdad?

– No –dije secamente. – Me llamo Jorge Mario Bergoglio, y soy de Buenos Aires -no quise pronunciar mi humilde barrio, ya que la cosa consistía en aparentar. – Soy el director de un importante laboratorio químico de la capital, y he venido a este local por recomendación del señor Ramón, con el cual tengo el placer de colaborar en su empresa textil. La mentira funcionó a la perfección.

– Disculpe señor -dijo el mismo vigilante que hacía menos de un minuto me había dado el alto llamándome chico. – Adelante. Los amigos del señor Ramón siempre son aquí bienvenidos.

Entré al local con un gesto de victoria, pero ahora quedaba lo más importante. Poder encontrar a Amalia. De repente me entraron unos sudores fríos. ¿Quiénes serían esos chicos que habían nombrado Cintia y Nati? ¿Me habría olvidado Amalia? ¿Esa era la razón por la que ya no contestaba a mis cartas desde hacía más de tres meses? Me recuperé de la tensión del momento y entré a la zona interior. Dentro estaba la pista de baile. Me acerqué a la barra y pedí una cerveza. Alcé la vista y busqué con la mirada a Amalia. No la vi, pero sí que encontré a Luciana.

– ¡Hola Luciana! – le dije mientras le ponía la mano en la espalda.

– ¡Hola! – dijo mientras se giraba y el chico con el que estaba me apuñalaba con la mirada. – Tú eres… ¡Jorge! -exclamó. – Pero, ¿Qué haces aquí?

He venido a darle una sorpresa a Amalia – dije con apariencia tranquila.

-Pues Amalia no está -me dijo. Nada más ver la expresión de sus ojos supe que era mentira.

– ¿Dónde Está? -le seguí la corriente.

– Está…está…, con sus padres en el parque -dijo tartamudeando de los nervios.

– Lo dudo – contesté. – Acabo de venir de allí, y me han dicho que os han visto entrar en este local – empezaba a temerme lo peor. Amalia me había olvidado y ahora estaría besando a otro chico. – Si la ves, dile que estoy en la pensión Santa Margarita, y que estaré aquí durante dos semanas. Adiós.

Me fui de allí cabizbajo y en dirección a la pensión. Unos minutos más tarde escuché unos pasos que se acercaban a toda prisa. Giré la cabeza de manera instintiva y vi cómo se acercaba una silueta femenina. La noche era oscura y la calle no estaba lo suficientemente iluminada, y hasta que no estuvo a pocos pasos de mí no pude darme cuenta de quién era realmente.

¡Amalia! -exclamé. Y sin tiempo para reaccionar me la encontré abrazada a mí.

– ¡Jorge! -gritó ella mientras me apretaba con fuerza. – ¿Qué haces aquí?

– Vine a verte -dije con seriedad. – No podía aguantar más sin verte y quise darte una sorpresa. ¿No recibes mis cartas? –continué, sin dejarla hablar. – Desde el día que te marchaste te escribo una cada semana.

– He recibido solo unas pocas. Hace meses que no sé nada de ti – se quedó pensando. – Debe ser mi padre. Casi siempre es él quien recoge la correspondencia. Pero… ¡me alegro tanto de verte! – volvió a gritar mientras me daba otro abrazo.

-Unos muchachos que he conocido me han dicho que tú y Luciana habíais venido a este local con dos chicos – dije de nuevo con el semblante serio.

– Son los amigos de Luciana. Su padre es el socio de mi tío y Luciana está loquita por Roberto. A su hermano Javier parece que le gusto, y a mí, la verdad, también me está empezando a gustar un poco.

El mundo se me vino abajo. No sabía cómo reaccionar después de sus palabras. Parece que ya no era el único hombre en el corazón de Amalia.

¿Y qué pasa conmigo? -dije. – ¿Y nuestra promesa? Falta prácticamente un año para que cumplamos los veintiuno y podamos irnos a vivir juntos. He ascendido en el laboratorio. Ahora ya soy técnico químico y tengo un buen sueldo. Además, desde que te fuiste he estado ahorrando y he reunido una buena cantidad. Te prometí una casita de paredes blancas y tejado rojo, y pienso cumplirlo.

– Jorge, yo…, no sé qué decir -dijo Amalia dubitativa. -Hace casi tres años que no nos vemos, y aunque haya pensado mucho en ti, he conocido a gente nueva. Además, mi papá creo que te mataría si me escapo contigo. Aún guarda un gran rencor a tu padre.

¿Estás diciendo que…?- paré unos segundos, aguantándome las lágrimas. – ¿Qué lo nuestro ha acabado?

Creo que será lo mejor -dijo ella triste. – Si no lo cortamos por lo sano nos haremos más daño. – Me dio otro abrazo.

Nos quedamos un rato los dos abrazados en medio de la silenciosa noche, bajo la pálida luz de un pequeño foco. Nos separamos y nos miramos el uno al otro sin ni si quiera pestañear.

-Puedo pedirte un último favor -le dije sin apartar la mirada.

-Sí -contestó ella.

¿Puedo pedirte una última noche? – le cogí de las manos. – Un último recuerdo tuyo. Como el de aquella noche de hace casi tres años en nuestra casita secreta. Pero debo pedirte otra cosa.

– ¿El qué?- dijo ella.

Que por la mañana te marches antes de que me despierte. No quiero tener el recuerdo de verte marchar.

Ella aceptó, y esa fue la última vez que la vi. Pasamos la noche en mi habitación de la pensión, y a la mañana siguiente, con el sol entrando a través de las cortinas, cegándome la cara, desapareció.

No quería estar más tiempo en ese lugar porque los recuerdos me pesaban en el corazón, pero tampoco quería volver a casa. Todavía me quedaban prácticamente enteras las dos semanas de vacaciones, así que me fui a recorrer diferentes lugares de mi querida Argentina y a meditar que haría en el futuro. Mi futuro a corto y largo plazo estaba organizado a partir de los sueños de una vida junto a Amalia, y ahora todo eso se había acabado. Tendría que empezar de cero a organizarlo todo. Encontré mucha paz en Puerto España, en la provincia de Misiones. Allí pase los últimos dos días antes de regresar a casa. Creo que fue en ese lugar donde tomé la decisión de hacer carrera eclesiástica e ingresar en el seminario. No era lo que más feliz hizo a mis padres, ya que ellos hubiesen querido que yo estudiara medicina o derecho, pero esa fue mi decisión final. Esa fue la única manera de llenar mi alma de un amor tan intenso y puro que pudiera competir con el que experimenté junto a Amalia. Por otro lado, ahora estaba el problema de contárselo a mis padres, pero esa, es otra historia.

FIN.


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