BARRIO DE SAN JOSÉ DE FLORES, BUENOS AIRES, JULIO DEL AÑO 1950.
Amalia hacía los años el veintitrés de Julio. Ese día cumplía catorce primaveras, y solo quedaban dos días para la fiesta. Era unos meses mayor que yo, ya que hasta el diecisiete de diciembre no era mi aniversario. Yo no tenía dinero, pero quería hacerle algo especial, algo que demostrara mis sentimientos hacia ella. Le prepararía algo y se lo entregaría a solas. Aún recuerdo con gran claridad el regalo que le hice y su primera reacción al verlo. Fue algo que tendré siempre clavado a fuego en mi corazón. Como iba diciendo, faltaban dos días para la fiesta. Era jueves por la mañana y tenía que pensar deprisa si quería sorprenderla el sábado. Ese día, le dije que tendría que estar un par de días ayudando a mi madre con mis hermanos, ya que el más pequeño, que aún no había cumplido los dos años de edad, estaba un poco enfermo y le daba mucha faena. Era mentira, pero fue lo primero que se me ocurrió que no resultara sospechoso. Le prometí vernos el sábado por la tarde en su fiesta de cumpleaños, la cual se realizaría en un local perteneciente al colegio. Después de clase me fui corriendo a casa, pero por el camino me encontré a Felipe, que como de costumbre estaba dando patadas a un balón. Si no era en grupo, jugaba al balón solo.
– ¿A dónde vas tan rápido Jorge? – me dijo dando patadas al balón sin dejar que cayera al suelo.
– A casa. Tengo que preparar algo
– Si quieres te ayudo -me dijo con interés.
La verdad, es que necesitaría ayuda si quería llevar a cabo lo que había pensado, pero tendría que contarle todo lo que sentía por Amalia. De todas maneras, Felipe era un buen amigo, y estaba convencido que podría guardar un secreto. Y no me equivocaba.
– Está bien -dije con una sonrisilla pícara. – Pero con una condición. No podrás contarle nada a nadie de lo que te voy a decir. Ni siquiera a Eduardo o Diego. ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo Jorge -dijo con un interés cada vez mayor. – Puedes confiar en mí.
Después del juramento de Felipe, nos fuimos corriendo los dos hacia mi casa haciendo una carrera. Llegué el primero, pero por poco, ya que Felipe era también muy rápido.
Llegamos a casa. Mi madre estaba dando de comer a la pequeña Marta. Horacio que era un año más pequeño que yo estaba jugando con Oscar, que tenía seis años, en nuestra habitación. Yo compartía habitación con mis dos hermanos. Marta tenía una habitación, que unos años más tarde compartiría con otra hermana, María. De momento dormía en la habitación de mis papas. Después de saludarle con dos besos y un abrazo le pedí la merienda. Mamá sacó dos trozos de pan tostado con mantequilla, aceite y azúcar, y un buen trozo de chocolate. En aquella época el chocolate era un producto de lujo, pero daba la casualidad de que un muy buen amigo de mi padre tenía una pastelería de gran éxito en el barrio de Avellaneda, en la calle Vélez Sarsfield, no muy lejos de casa, y gracias a esa provechosa amistad nunca nos faltaba el tan apetitoso chocolate.
– Dale la mitad a Felipe -dijo mi madre al darnos el pedazo de chocolate.
– ¡Si señora! – dije con una sonrisilla mientras me cuadraba delante de mi madre como lo haría un soldado delante de un superior.
– Muchas gracias Señora Bergoglio – le dijo a mi madre mientras recibía de mi mano su mitad de la ración.
Nos despedimos los dos de mi madre y salimos caminando tranquilamente hacia la calle, dirección al descampado.
– ¿Cuál es ese secreto que me querías decir? – dijo Felipe mientras devoraba a la vez la tostada y el chocolate, llenándose de migas toda la camiseta.
– Te lo diré cuando lleguemos -dije con aires misteriosos. Después sonreí y continué caminando.
Pasamos el descampado y Felipe me miró extrañado, como preguntándose a qué lugar estábamos dirigiéndonos. Él, que pasaba horas y horas jugando al fútbol en el descampado nunca había ido más allá en esa dirección. A pesar de la incertidumbre y el misterio del lugar, Felipe no dijo nada. Llegamos al edificio que dos años atrás había descubierto por primera vez gracias a Amalia. En ese lugar conocí a Rufo, el afortunado perro que ayudó Amalia, curándole sus heridas y alimentándolo. Todavía continuaba dando saltos y lengüetazos a todo el que le daba juego y le hacía caricias. Pasamos la verja por el lugar secreto y llegamos a la pequeña selva del patio trasero. Llegamos a la puerta esquivando ramas secas y arbustos. Todo se veía igual que dos años atrás. Yo sabía que Amalia no iba a aparecer porque habían venido a visitarle sus tíos paternos y su prima Luciana, que tenía su misma edad. Estos vivían en la ciudad de Jujuy, en la otra punta del país, y se quedarían para la fiesta de cumpleaños. Amalia y Luciana se quedarían jugando en casa. Una vez dentro de la casa miré a Felipe que estaba a la expectativa, no decía nada.
– Esto es una sorpresa que le quiero hacer a Amalia – dije captando la atención inmediata de Felipe.
– ¿A Amalia? – preguntó extrañado. – ¿Es que te gusta Amalia? – volvió a preguntar.
– Si -afirmé con tono firme. – Pero no se lo puedes contar a nadie. Me lo has prometido.
– Y no se lo contaré a nadie. Te lo prometo otra vez -dijo Felipe muy seguro mientras me ofrecía su mano.
-Está bien – dije yo mientras le estrechaba la mano. – Te lo contaré todo, pero recuerda que no debes decírselo a nadie. Ni lo de Amalia ni lo de esta casa.
– Puedes confiar en mi “Jorgito” – dijo riéndose, sabiendo que tenía mucha rabia que me llamasen así, aunque esta vez me hiciera gracia.
– Lo que quiero hacer es prepararle una sorpresa a Amalia después de su fiesta de cumpleaños. Quiero limpiar todo lo que pueda esta casa en estos dos días, y regalarle una carta que le voy a escribir. Necesito como mínimo poder limpiar una de las habitaciones. Después quiero traer algo para poder sentarnos y otra cosa para usar como mesa. Le diré a mi madre que prepare algo de mate, y vendremos los dos a tomárnoslo aquí. Luego, pasado un rato le daré la carta.
– Muy buena idea. ¿Crees que esto funcionaria con Paola, la hermana de Eduardo? -dijo serio.
– ¡Pues si te saca casi ocho años! – exclamé.
– Para el amor no hay edad – dijo aguantándose la risa hasta explotar del todo en una carcajada. Yo también me puse a reír.
Después de contarle todo a Felipe nos pusimos a trabajar. Teníamos hasta el sábado por la tarde para prepararlo todo. Empezamos sacando todos los trastos rotos que había por el suelo, y al final del jueves, ya teníamos lista toda la planta de arriba. El viernes después de clase acabamos con la planta de abajo, amontonando todos los trastos rotos en el patio. El sábado por la mañana Felipe me trajo dos taburetes pequeños de madera que tenía en casa, y yo encontré una caja de madera que podíamos usar como mesa después de ponerle por encima un mantel.
– Los taburetes me los tienes que devolver mañana – dijo Felipe. – Son de mi abuelo y me ha dicho que como se rompan o se pierdan los voy a tener que pagar trabajando con él en la carpintería. No me los pierdas Jorge. Te lo pido por favor.
– Tranquilo -dije yo. – Esta misma noche te los llevaré a tu casa. Si todo sale bien me verás con Amalia. Tu haz como si no supieras nada.
Yo ya tenía la carta escrita desde el viernes por la noche, y todo ese día estuve muy nervioso. Recuerdo que la fiesta de Amalia empezaba a las cinco de la tarde.
– ¡Vamos Horacio, date prisa! – grité. Horacio también había sido invitado por Amalia a su fiesta.
– No sé qué prisa tienes por ir a una fiesta de cumpleaños de niñas. ¿No será que te gusta Amalia? -dijo él riéndose. Estaba harto de las preguntas incómodas.
– ¡No digas tonterías! -le grité. -Voy porque es mi amiga, y nada más.
Horacio estaba bastante espabilado para su edad, y ya iba proclamando a los cuatro vientos que su novia se llamaba Matilde, una niña de su clase. Después de esperar unos minutos más, salimos. Cuando llegamos al colegio ya estaba allí todo el mundo. Saludé a Amalia y a su prima Luciana. Ellas soltaron una risilla y se susurraron algo al oído que no entendí. Tampoco le presté mucha atención. Más tarde me lo acabaría diciendo la propia Amalia. Durante la fiesta estuve bastante distante de Amalia. Esperaba el momento justo, al final de la fiesta, cuando ella y yo pudiéramos hablar a solas. Me pasé todo el rato con Felipe, que sabía todo el plan, con Eduardo y con Diego jugando al fútbol. Sobre las ocho de la tarde llegó el momento. Amalia se había separado por primera vez desde su llegada de su prima Luciana, que ahora estaba distraída hablando con Lucas, un chico del barrio, que por lo que parecía, todas las chicas encontraban muy guapo. Yo esperaba que Amalia no pensara lo mismo. Me fui directa hacia ella.
– ¡Hola! -dije- ¿Cómo va la fiesta?
– Muy bien, pero… la verdad estoy un poco triste – dijo ella mirándome fijamente a los ojos.
– ¿Qué te pasa? – dije yo preocupado.
-Es que te veo muy apartado. Llevas unos días que estás muy ocupado y poniendo diversas excusas cada vez que quiero quedar contigo. ¿Es que estás enfadado conmigo por algo?
-No. Es que estaba preparándote una sorpresa -dije sin vacilar. – ¿Quieres verla?
– Me haría mucha ilusión -dijo ella abriendo los ojos de par en par.
– Pues si de verdad quieres verla, dame la mano – dije.
Amalia no dudó ni un momento y me dio la mano. Recuerdo esa suave piel acariciando mi mano.
– ¡Corre! -le dije- Que nadie vea hacia dónde vamos.
Nos fuimos a toda prisa hacia nuestra casa abandonada cogidos de la mano. No nos soltamos hasta llegar al agujero de la verja. Entramos al patio trasero, y al llegar a la puerta, Amalia dijo.
– ¿Qué hacen ahí todos esos trastos?
– Es una sorpresa. Ahora lo verás.
Entramos a la casa y todo estaba en orden. No había nada por el medio. Subimos a la primera planta y nos dirigimos a la habitación que ocupó Rufo durante su recuperación. Allí estaba preparada nuestra improvisada sala de estar. Los dos taburetes del abuelo de Felipe, puestos uno a cada lado de la caja de madera cubierta con un mantel que le había cogido sin avisar a mi madre. Sobre la mesa, un equipo para hacer mate y dos tazas.
-Siéntate Amalia -dije invitándola a hacerlo.
– Te habrá costado mucho limpiar todo esto, ¿verdad? – dijo ella esperando una respuesta.
– La verdad es que ha sido un trabajo duro, pero ha valido la pena. Además, Felipe también me ha ayudado, y me ha prometido que no le dirá a nadie como se entra aquí – le contesté temiendo que se enfadara por enseñarle el sitio a Felipe, aunque no le importó.
– ¿Te imaginas que esta fuera nuestra casa? – dijo ella de repente. – Podríamos arreglarla y vivir tú, yo y Rufo. Y cuando seamos más grandes nuestros hijos.
Tragué saliva por lo último que había dicho. Ahora estaba seguro que ella sentía lo mismo que yo. Que la sorpresa saldría bien.
– Eso sería muy bueno -contesté. – Pero antes de la sorpresa bebamos un poco de mate.
Bebimos un poco de mate mientras hablábamos de las cosas de siempre. Parecía como si todo esto no hubiera pasado, como si todo lo que sentíamos no tuviera importancia, como si fuera lo más natural del mundo. Había una conexión especial entre nosotros que nos hacía evadirnos de los problemas del mundo con solo estar juntos.
Después de beber mate llegó el momento de darle la carta.
CONTINUARÁ …….