Revista Opinión

AMORES PONTIFICIOS ( capítulo IV )

Publicado el 02 junio 2019 por Carlosgu82

Esto es para ti – dije – Mira Amalia, no voy a andarme con rodeos. Hace tiempo que me gustas y te lo tenía que decir. Antes de decirme nada me gustaría que leyeras esto. Lo he escrito para ti.
La carta decía:

Queridísima Amalia. Hace tiempo que me gustas mucho. Al principio no sabía lo que era, pero poco a poco me he dado cuenta. Desde que te vi curando a aquel perrito me habéis robado el corazón, aunque hasta ahora no me he atrevido a decirte nada. Espero gustarte a ti también. Cuando seamos mayores me gustaría formar una familia a tu lado, y vivir muy felices en una casita blanca con el techo rojo que te construiré con mis propias manos.

Atentamente Jorge.

Amalia me miró a los ojos y me dio un abrazo. Después nos dimos un beso. Era la primera vez que besaba a una chica en la boca. Fue un beso corto y suave que me dejó una sensación muy agradable. Nos dimos algunos besos más.

Prométeme que te casarás conmigo -dijo ella agarrándome las manos.

– Te lo prometo-dije.

– ¿Y si no es verdad? – volvió a decir ella.

Si no me caso contigo me meto a cura -dije yo sonriendo y apretando sus manos contra mí pecho. Nos dimos otro beso.

Ya se estaba haciendo tarde. Amalia se guardó la carta en el bolsillo de su pantalón, y yo recogí el mantel y el equipo de mate de mi madre y los guardé en una mochila que ya tenía preparada. Agarré un taburete con cada mano y salimos de la casa. Nuestro primer destino como prometidos fue la casa de Felipe. Al vernos se alegró enormemente de ver intactos los taburetes de su abuelo.

– Gracias Felipe -dije.

– ¿Gracias? No exageres, solo te he dejado un par de taburetes -dijo nervioso intentando disimular, aunque lo hacía bastante mal.

– No te preocupes. Ya sabe que me has ayudado.

-Gracias por ayudarle – dijo Amalia agarrándome la mano.

-De nada.

Nos despedimos de Felipe, que se marchó llamando a su abuelo que vivía justo en frente de ellos. Quería devolverle sus taburetes lo antes posible.

Llegamos de nuevo a la fiesta. Eran más de las diez de la noche, pero todavía quedaba gente. Entre tanto ajetreo parece que nadie notó nuestra ausencia. Apareció Luciana acompañada de Victoria y Clotilde, dos niñas de la clase de su prima. Al parecer habían hecho buenas migas.

– ¿Dónde estabais? – dijo con voz pícara.

-Estábamos fuera -dije yo.

– No pasa nada Jorge -dijo Amalia. – Ella ya sabía que me gustabas desde que llegó el jueves. Esa es la razón de que sonriera cuando te ha visto acercarte a saludarnos.

Estuvimos un rato más en la fiesta hasta que acabó. Eran casi las doce de la noche, y fui a buscar a mi hermano para llevarlo a casa. Lo encontré con sus amigos de clase, entre ellos su supuesta novia Matilde. Nos fuimos para casa. Al llegar a nuestra puerta nos despedimos de Lucrecia, ya que al día siguiente marchaba a su casa en Jujuy, y también de Amalia. Yo esperé que Horacio se despidiera primero y entrara a casa. Luego le di un beso a Amalia y nos despedimos hasta el día siguiente. Entré a casa con una sonrisa que me delataba. Al entrar vi a mis padres esperando en la cocina. Mi papá se estaba fumando un cigarro, y él y mi mamá estaban bebiendo una copa de vino.

– ¡A Jorge le gusta Amalia, a Jorge le gusta Amalia! -cantaba mi hermano.

– ¡Cállate idiota! -le grité.

– ¡Silencio! – gruñó mi padre con cara de enfado. Cuando ponía esa cara nadie le rechistaba. – ¡Venga, a la cama! -ordenó. – Y tú, Horacio, deja de empreñar a tu hermano. Si le gusta Amalia o quien sea es problema suyo.

Nos fuimos a dormir sin rechistar. Me tumbé en la cama y empecé a pensar en Amalia y en lo bien que había salido todo. Le había dicho que nos casaríamos y así quería que fuera. Me imaginaba en esa casita blanca de techo rojo, rodeada de un bonito jardín, por donde correría Rufo y una perrita junto a sus cachorros. También pensé en los besos que nos habíamos dado. Sus labios eran tan suaves; y sabían tan bien. Me quedé dormido en un periquete.

A partir de la mañana siguiente ya no escondimos nuestro amor, aunque manteníamos las distancias cuando estábamos cerca de nuestras familias. No queríamos que sus disputas acabaran por separarnos. Todo fue genial durante dos años seguidos. Los acontecimientos continuaban su curso si torcerse. Tanto para Amalia como para mí, la vida tenía un sabor dulce.

BARRIO DE SAN JOSÉ DE FLORES, BUENOS AIRES, FEBRERO DE 1953.

A finales de ese año cumpliría los diecisiete. Acababa de empezar a trabajar como aprendiz de técnico químico en un laboratorio perteneciente a la empresa ferroviaria estatal donde trabajaba mi padre. Ellos querían que estudiara medicina cuando tuviera edad para entrar a la universidad, ya que siempre se me habían dado muy bien los estudios, pero mi única motivación era ahorrar dinero para irme a vivir con Amalia. Ella estaba estudiando primer año de bachiller, y se estaba preparando para ser maestra. Estaba convencido que sería una gran maestra. Nuestra relación avanzaba cada vez con más formalidad, y al final fue inevitable que se enteraran nuestros padres. Fueron reticentes en un principio, pero al final la aceptaron, ya que, igual que nosotros no nos queríamos meter en sus disputas, ellos tampoco querían meternos a nosotros. Aunque ninguno iba a casa del otro todo seguía perfecto. Nuestro amor de infancia se transformaba a la misma velocidad que crecíamos. Ya no éramos unos niños de doce años inocentes. Ahora empezábamos a saber de verdad lo que era el amor, y los besos cada vez se quedaban más cortos. Teníamos ganas de más, pero queríamos reservarnos para una ocasión especial. Nuestra intención era casarnos al cumplir los veintiún años, es decir, la mayoría de edad legal por entonces.

Todo cambió de repente un fatídico día.

CONTINUARÁ …………..


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