Ámsterdam es una ciudad bella, tomada por el turismo, pero con una esencia de gran urbe europea donde la sensación de presente es constante. En esta vieja ciudad se cobijó Chet Baker a finales de los años ochenta y en ella murió pocas semanas antes de que se estrenase el genial documental “Let get lost” de Bruce Weber, nominado al Oscar en 1988.
El verano pasado recorrí el centro de Europa en un viaje que comenzó en la capital holandesa. Había vuelto a ver el documental de Weber unos meses antes y recordé que no estaría de más rendir tributo al genial trompetista antes de abandonar la ciudad. No hay mucha parafernalia alrededor del lugar, aunque sí cierto misterio. Chet Baker falleció en mayo de 1988 después de caerse de su habitación en el Hotel Prins Hendrixde Ámsterdam, a escasos metros de la estación central, aunque sus restos se encuentran en el cementerio Inglewood Park de Los Ángeles, California. Baker dio positivo de heroína y cocaína en la autopsia, lo sorprendente del caso es que la ventana por la que cayó apareció cerrada, la hipótesis apuntan a un accidente. Baker debió de intentar cerrar la ventana y cayó al vacío. Tampoco se trataba de una gran altura, la justa para no contarlo.
En el lugar hay una placa de bronce con el rostro de Baker que recuerda su muerte y su obra. Está allí después de que decenas de aficionados erguiesen en la pequeña plaza sus propios monumentos. Un día el Ayuntamiento se cansó y lo hizo oficial: habría una placa en el lugar.
Esa tranquila plaza no tiene más encanto que otros rincones de la ciudad, pero era el hogar de Chet Baker, el último hogar. Allí esperaba para su enésimo regreso tras una carrera que comenzó temprano y que conoció la gloria y el infierno de la fama, las drogas y el jazz.