Revista Cultura y Ocio

Ana becciu

Publicado el 04 marzo 2010 por Hache
ANA BECCIU
No sé por qué uno tiene libros en casa a los que no les ha hecho caso desde que llegaron y, sin embargo, en cuanto termina de leerlos se da cuenta de que tenía un pequeño tesoro.
Algo así me ha ocurrido con 'Ronda de noche', de la poeta y traductora bonaerense afincada en España, Ana Becciu.
El libro tiene un magnífico prólogo de Ana María Moix que no me resisto a transcribir:
"Ronda de noche, de Ana Becciu, empieza con una afirmación terrible: "Yo no va a cantar." Se trata de un comunicado, de un aviso (¿de un castigo?) desconcertante, y no sólo gramaticalmente, que sume en el pasmo y oficia de alarma ya inútil, llegada a destiempo, demasiado tardía, cuando ya todo ha sido consumado.
Diríase que entre esa desolada proclama ("Yo no va a cantar") y la gloriosa invocación homérica con la que principiaba la Ilíada ("Canta, ¡oh, musa! la cólera de Aquiles") ha ocurrido algo, algo irremediable. De hecho, ha ocurrido todo. (¿Existe algo más irremediable que lo ya ocurrido?) Ha ocurrido todo en el mundo y en el sujeto de ese ocurrir ocurrido entre los inicios de los dos poemas citados. Un sujeto que no es sino el Canto.
En el Canto homérico, merced a la musa convocada, canta la palabra, el logos, que es el alma y es el conocimiento y nace de la naturaleza que es un brotar continuo de todo en todo. Veintiocho o veintinueve siglos más tarde, en ese largo poema que es Ronda de noche se nos dice muy claramente que "el cantar ya no canta". El "cantar", ese yo que ostenta la voz del texto, no canta y, sin embargo, vive –a lo largo de toda su existencia que es el poema– persiguiendo al canto. Pues sólo el canto puede devolver la unidad perdida a ese yo tan fragmentado que es en tantos (en el amor y en el ser amado, en el padre y en la madre, en la palabra y en el silencio, en la propia sombra y en la ausencia) excepto en sí.
"Yo –escribe Ana Becciu– es un recinto de noches."
Yo, decíamos, persigue el canto. Y lo persigue a lo largo y a lo ancho de la escritura. Es una búsqueda que no cesa, es una búsqueda agónica, febril, pasional, que se desarrolla en un espacio íntimo, particular y a la vez universal: es el "espacio color de luto", una zona del sentir donde se encuentran la muerte y la escritura, la muerte y el amor.
Ronda de noche surge de la poesía mística y vuelve a ella. Yo no puede vivir sin Canto, que es lo absoluto, del mismo modo que el alma no puede vivir sin unirse a Dios. El camino es la escritura del poema, las palabras
"que arrastro como carga, el peso de estas palabras que trato de oírme decir por verme existir. No es fácil ahora. ¿Fueron palabras las que te existieron, entonces?"
Pero el camino hacia la unidad perdida, absoluta, pasa por un atrás en el tiempo antes de proseguir hacia su fin. Un fin que ya existió en ese atrás, porque todo lo que llega a ser ya fue –aunque sólo un instante, justo el momento de presentirlo– con anterioridad. En un tiempo anterior, cuando yo era ella.
Andar ese camino, palabra a palabra, es hacer un recorrido iniciático. Hubo un tiempo anterior en que yo no era doble de ella, y desde allí, desde el jardín edénico de los primeros años, proyectaba su copia futura, la de quien llegaría a ser, la de quien habría de volver ("El parque como lumbre, aquí aprendo, con balbuceos, eso que es mi voz, eso que me dan para que sea mi voz, las palabras de ellos que no son mi lengua; pero digo quedamente las imágenes de mi morada, el agrupamiento de esmeraldas y cornalinas blandas entre las que me muevo para convocar a las formas que devuelven mi forma, pronuncio, pero no hago alusión a lo que no está pues todavía no está").
Yo, nos dice Ana Becciu, "ha salido de la casa del padre". Y era la casa verbal. Pudo haber salido al paraíso, pero salió al exilio. Yo, "mi unidad perdida", es el exilio de sí."
Y ahora, algunos poemas del libro:
¿A quién esperas, así vestida en la sala de tus ojos? Rodeada de tus objetos más íntimos, y los más inútiles también: el traje blanco para las despedidas, y aquél azul para las llegadas; este diamante tallado con esmero para reflejar tus recuerdos y engarzado al fondo de la copa que evoca tu sed.
Estás sola y nadie te mira. Eres la reina, bella como la luna envuelta en la seda de su noche. Estás sola y te vas a morir.
Hay algo en los ojos de la amada que está quieto, detenido, a la espera. De esta espera se desprende un brillo, un resplandor que n deja ver bien. Cuando la amada abre los ojos, los ahueca, como quien con la mano recoge el agua de una fuente, y retiene en ellos la mirada que protege a todo su pasado. Quien la ama sabe que de esa región estará siempre ausente. Que no ha sido invitado, ni lo será.
De ese espacio es, precisamente, de lo que se ha enamorado.
Tus ojos. Tu cuerpo en tus ojos. Lo toco cuando te miro, cuando no estás. Te vi, en otro tiempo; te veo, ahora. En tus ojos se guarecen todos los mirares que te detuviste a mirar. Y desconfío de mí.
Quien ama tiene los ojos heridos. la flecha le ha desgarrado las pupilas. Y olvidó, al comienzo del viaje, almacenar en sus alforjas las hojas de sándalo que los restañarían. El desierto no tiene fin, le parece. La noche convoca a los demonios, seductores le señalan los caminos siempre equívocos, los paisajes promisorios que a la mañana serán piedras y arena, y arena y piedras.
No habrá piedad para estos ojos. Condenados a mirar siempre lo que no está, más les valdría haber sido arrancados de cuajo, y como dos gotas de agua, haberse ofrecido como espejo para las piedras.
Habrá uno de los dos que iniciará su hablar con las palabras de los otros; trabjará sin saberlo hasta perder su amor, y al perderlo, perderá también su habla, la suaya a la amada. Ese uno de los dos empezará entonces un callar intermitente, hasta hacer un silencio, quedar en silencio, para nada.
La boca hace el amor, con la boca se dice el amor.
Su habla es verdadera.
La boca acaricia, desbroza de la habla las palabras vulgares, crea una textura inédita, sin otros.
Los otros hablan de amor, dicen cuerpo, dicen caricia. Pero no saben. Nadie lee nada por aquí. Nadie sabe estar, las dos manos y los dos ojos alertas. Las manos acarician. Acariciar y mirar son dos oficios primarios que preparan la eternidad. Eso que llamamos eternidad y que a lo mejor es para siempre, pero no sabemos, a lo mejor para siempre etá aquí, cuando te acaricio y te miro, y me toco y me veo. Pero todo esto no se conoce sino hasta mucho después, cuando nadie más está aquí junto.
Los otros siguen siendo otros mientras hablan y no dicen, mientras miran y no ven. Los otros son todos los demás que manchan a la una que eres a la hora de ser una con otro. Son trajes prestados. Son "armas secretas" que más tarde van a lastimar con tu boca y con tus manos a la que decías amar mejor cada día.
En la boca de los otros el habla es común, vulgar.
Con esto se viene cuando se llega al amor.
Sí. Cuando la que viene acaba de salir, al llegar no llega consigo sino con los otros, una desmesura opaca, imposible de ofrecer.
Aguardar a alguien está al principio, cuando se está más cerca de la simpatía, en la época de la niña. Desde allí la niña arroja al tiempo que vendrá su éidolon; garabatea en la tierra los trazos mágicos de la que será, como un juego. Arroja al mundo a su doble, lo protege consigo misma. Y la niña queda intacta. A ella habrá que volver cuando se empiece a ser en el amor, despacio, como esta hoja dorada que cae al lado de esa otra hoja ya caída en este jardín, acá que es allá si sé mirar.
Sola. Rodeada de sí misma. Como quien está en destierro. Pero no lo sabe. El tiempo vendrá en que el destierro sea una patria. Después del amor. La patria queda siempre después del amor. Y es una niña.
Aguarda, toda envuelta con palabras, la muchacha, con otros que la hablan, con sus bocas que la nombran sin nombre, con sus gestos que la abrazan un momento para cuidarla, dicen, y la descuidan en todos los momentos que no le hablan para hablarla, la muchacha que anda por aquí, ahora, de aguardadora en este presente dibujado con el viento, sucio de caricias equívocas, envuelta en un existir objetivo para otros que se la disputan y la contradicen, la dicen contra lo que en ella se dice, la muchacha de quien ningún otro conoce el antes, el antes-crisálida, el lugar frágil como placenta donde se instaló con su sueño, y que ahora anda por aquí y espera y yo sé que es una ilusión que en su lugar dejó una niña.
El parque como lumbre, aquí aprendo, con balbuceos, eso que me dicen que es mi voz, eso que me dan para que sea mi voz, las palabras de ellos que no son mi lengua; pero digo quedamente las imágenes de mi morada, el agrupamiento de esmeraldas y cornalinas blandas entre las que me muevo para convocar a las formas que devuelvan mi forma, pronuncio, pero no hago alusión a lo que no está pues todavía yo está.
Soy deliberada en mí, el recuerdo pertinente, la evaporación de mí cuando me hago recuerdo, imagen sola, ardentosa de a ratos, vegetativa otros, persiguiendo trazos casi siempre. La imagen de mí chisporrotea y sus luces lanzadas a una nada muy sola, ¿serán apisonadas por la sombra de los otros, otros días, más adelante, más allá, en el futuro todavía tan cierto, tan cuerpo, que me veo ser la que soy en ésa que va a ser, la pura en sí lanzada a lo muy solo de las otras?
Cuando yo salga se oirá una música. Un musicar semejante al andar entre los otros cuando yo sea extranjero y hable la lengua de ellos con el sentido de la mía. Dorales en su garganta. Aves maravillosas de ver que nadie verá.
Con las imágenes de mi morada construyo mi lengua y la paso por cada palabra hasta disimularla en ellas, y los padres me escuchan, y sonríen, y yo, la encantadora que habla, todavía no sé hasta qué punto seré doble.
Dueña de dos voces, con la una entro en la otra como una extraña, mi lengua es extranjera en la casa verbal que es la casa del padre, y no entienden los que allí se agitan, yo dice amor y ellos evocan a la presa en su madriguera, yo dice ella y ellos riman histeria, yo es una música y ellos la vuelven paralítica.
¿Con mi lengua hablo madre?
Sin sitio fijo, la madre, pordiosera ahora que la hija habla esa lengua que no le enseñaron. Hizo tanto silencio. Calló hasta su silencio. Dejó que ellos hablaran, a gritos, a gestos perentorios, a ira que devoró a sus hijas, por hacer, como decían, la historia. Madre no habló, pero yo hablo madre. Veo a mi lengua volver al parque que se guarda y lamer hasta negar la voz ripiosa del padre. Yo quiero hablar con la voz del principio que decía madre y madre era caricia y punto de partida.
¿Y es el amor la palabra escondida?
Madre de ella, ella un libro para darse a palabra tras palabra ahora que sabe quién y cuándo le robó allí donde sí había un estar.
¿Cuándo empezaste a irte?
Becciu, Ana. 1999. Ronda de noche. Barcelona, Plaza & Janés.

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