Soy un vulgar mercader. Me he autovendido, a pedacitos, poco a poco, para poder especular progresivamente con mi propia verdad. Empecé a comprarme pedacitos de mi propia verdad el día en que me dije: No puedo hacer esto, o aquello; hay un gran impedimento en mi vida, la gran responsabilidad que ello representa... Continué comprándome parcelas de autoverdad cuando se me reveló la fuerza de algunos muchachos que no han aprendido a especular, ni quieren engranarse en el sistema de autoconsumición que me atrapó a mí. Seguí vendiéndome mi propia verdad aun entre esos muchachos que no precisan, para rebelarse, ni el odio, ni la estolidez, ni el hambre. Pero son muchachos jóvenes, y yo he perdido al muchacho que fui. O, acaso, no lo tuve nunca, no lo fui nunca. Es una extraña sensación esta, como si me contemplase desde un ángulo, ajena y claramente; joven, como ellos, grotesco remedo de Gore Gorinskoe (portando a hombros una anciana que le golpea los ijares con los talones, que le azota, y le obliga a caminar entre frases amorosas: hijito querido, camina, camina, lindo muchachito...). Es como si, de pronto, les viese a ellos, delante de mí, doblando la esquina, perdiéndose. Y me he visto correr tras de ellos, con la anciana a cuestas, sintiendo sus golpes y sus dulces nombres: y les he gritado a esos muchachos que me esperen, que esperen, que no les quiero perder. Pobre y humillante verdad, muchacho envejecido, profesor de vacaciones para chicos que perdían el curso; oscuro corrector de páginas que hablan del petróleo, del porvenir del aluminio, de muchachas que besan a hombres maduros en el último capítulo, de traducciones infamantemente proferidas: irreconocibles idiomas en lucha despiadada contra el sucio, desgraciado y mísero hombre que arrastra un cadáver de anciana; heredero de un solo bien: la venganza. Pero he seguido, sigo, aún estoy en el límite mismo en que parece suspendida la desenfrenada carrera. Estoy aún comprándome, y vendiéndome. Cada vez me vendí más caro, cada vez me compré a mejor precio. He hecho conmigo espléndidos negocios. Mi verdad en venta ha sido bien autocotizada. Recuerdo que una vez, siendo niño, conocí a un hombre que contaba mentiras, y se las creía. Si no las hubiera creído, lo hubiese tenido por gracioso, o embustero. Pero, como las creía, sólo parecía un desdichado loco.
Lectura: Aquí, 15M