Editorial Candaya. 573 páginas. 1ª edición de
2014; esta de 2016.
Recuerdo que cuando Olga y Paco, los editores de Candaya, publicaron en 2014 Anatomía
de la memoria de Eduardo Ruiz
Sosa (Culiacán, México, 1983), sentí varias veces la tentación de
pedírsela, pero en aquel momento, pensando que (como siempre, por otra parte)
tenía muchos libros por leer, que no debería leer tantas novedades, etc., me
contuve. Leí con interés las reseñas que iban apareciendo sobre ella, y al ser
tan unánimemente positivas, siempre consideré que en algún momento acabaría
leyendo el libro. Este verano, cuando Candaya anunció que estaba preparando la
segunda edición y que además habría también una edición mexicana, me pareció el
momento adecuado para leerla. Así que se la pedí a Olga y Paco que, al igual
que otras veces, tuvieron la amabilidad de enviármela a casa.
Eduardo Ruiz Sosa ganó en 2012 la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens,
lo que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad
Pompeu Fabra y tener tiempo para escribir su primera novela. Una primera novela
que podría ser la quinta o la sexta, o el número que se le ocurra al lector,
porque existen aquí muy pocos titubeos de primerizo (por no decir ninguno).
En una nota inicial, el autor pone
en conocimiento del lector que Los Enfermos, el grupo revolucionario de la
década de los 70 del que habla en su novela, existió realmente en México entre
1971 y 1974, un grupo que «pretendía, de alguna manera, instaurar un nuevo
régimen nacional». El autor también nos advierte que, aunque el libro parte de
algunos hechos reales, no pretende ser una crónica veraz de acontecimientos.
Cuando empecé a leer el primer
capítulo (en el que se habla de una huida y una persecución −la de Juan Pablo
Orígenes y Pablo Lezama−, sin que acabe de quedar claro quién persigue a quién,
quién asesina a quién, o simplemente quién es quién, porque se juega
constantemente a la transmutación de personalidades y nombres), y me encontré
con una narración sazonada de preguntas, en apariencia lanzadas al aire de la
página, comencé a recordar que me había encontrado antes con este recurso
narrativo en una novela mexicana. Tras meditar unos minutos, acabé levantándome
del sillón y sacando de las estanterías de mi biblioteca, para hojearlo y
terminar mis pesquisas, Casi nunca de Daniel Sada, que ganó el Premio Herralde en 2008. Ahí estaban esas
preguntas que hacían avanzar la narración. El nombre de Daniel Sada acaba
apareciendo en la novela, casi al final, en la página 534.
Después de unas cuantas páginas,
acabé por descubrir que, en realidad, las preguntas no las lanzaba el narrador
al libro, sino que procedían de un personaje llamado Estiarte Salomón (si
hubiese leído la contraportada lo habría averiguado antes, pero últimamente
suelo acercarme a los libros sin leer la contraportada, y cuando leo reseñas me
suelo saltar la parte en la que se resume el argumento). Salomón ha recibo el
encargo –por parte del burócrata Bernardo Ritz− de escribir la biografía del
poeta Juan Pablo Orígenes, que se encuentra en la sesentena. La tarea se
complica por dos motivos: Orígenes padece párkinson, Alzheimer o alguna otra
enfermedad no diagnosticada (como, por ejemplo, una enfermedad de la memoria),
que le impide recordar con precisión los hechos por los que se le preguntan y distinguir
entre realidades, ensoñaciones o fantasías. Además, Salomón empieza a sentir
deseos de escribir no sólo sobre Orígenes, sino sobre el movimiento del que él formaba
parte, junto a otras personas de Orabá (la ciudad imaginaria en la que
transcurre la novela), que se llaman los Enfermos. «¿Los Enfermos eran
comunistas, anarquistas, qué eran? A mí me contaron, le decía, que los Enfermos
eran unos locos, que escribían en las paredes, que lloraban todo el día»,
leemos en la página 45.
En la década de los 70, Los Enfermos
tenían 20 años y estudiaban en la ciudad de Orabá. Los Enfermos querían cambiar
el mundo, y además de ser enemigos del Estado estaban enfrentados a los
Comunistas, los Pescados y demás grupos de la universidad y de Orabá. El
Enfermo Eliot Román escondía en su cuerpo, en alcantarillas o bajo tierra, la
llamada Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas de los Enfermos, y tenía
que arrojar los libros que llevaba encima cuando a los jóvenes de Orabá les
perseguía la Guardia Blanca de la ciudad. Los jóvenes sabían que, en algunas
calles del centro, los vecinos dejaban las puertas abiertas para que pudieran
guarecerse en su casa. Una de esas puertas, que irá cobrando cada vez más
importancia en esta historia, es la de la Botica Nacional, donde un enfermo se
encontró con el cuerpo desnudo de Lida Pastor.
Salomón intentará reconstruir la
historia del grupo (que llegó a tratar de secuestrar a un político y cuyos miembros
sufrieron la cárcel, la tortura, la muerte o la desaparición por parte del
Estado, pero también la tortura, la muerte o la desaparición por parte de los
compañeros que acusaban a la víctima de traidor). De esa forma se encontrará
con los supervivientes de este grupo, que aún viven en Orabá (principalmente con
Juan Pablo Orígenes, Eliot Román, Isidro Levi y Javier Zambrano), pero sus
pasos le conducirán cada vez más a la Botica Nacional, donde se relacionará con
el boticario Macedonio Bustos (posible pareja de Lida Pastor), que tiene edad
para haber sido un Enfermo y le habla también de aquellos años en los que la
Botica Nacional se convirtió en un refugio de la Enfermedad. En la Botica
Nacional, Salomón entrará en contacto con un grupo de personas, amigas de
Macedonio, enganchadas a las pastillas o al suero, con las que empezará a
compartir noches de excesos clandestinos.
En Anatomía de la memoria se juega mucho con la idea de la enfermedad:
desde la Enfermedad ideológica, de la que siempre se habla con mayúscula
inicial, hasta la enfermedad clínica (todos los Enfermos de los años 70
padecen, cuarenta años después, alguna enfermedad o limitación física que actúa
en la narración de forma simbólica: Juan Pablo Orígenes la desmemoria, Isidro
Levi la ceguera, Eliot Román la cojera provocada por un disparo de la policía y
Javier Zambrano la enfermedad del desamor y la melancolía).
En la primera mitad de la novela (la
más rítmica y mejor del libro) se reconstruye, por medio de las voces de los
Enfermos, invocadas por el joven Salomón, la historia del grupo político en la
década de los 70, y en la segunda mitad, debido en cierta medida a la
intervención de Salomón, gran parte de los Enfermos intentarán resucitar el
movimiento, gracias al llamado Ensayo de
la Resurrección, y, entre otras cosas, se dedicarán a buscar los libros
perdidos de la Biblioteca Ambulante de los Enfermos.
Anatomía de la memoria está recorrido por la presencia de una de las obras capitales de las
letras británicas: Anatomía de la melancolía de Richard Burton, un libro clave en la Biblioteca Ambulante de los
Enfermos, en cuyos márgenes escribía Orígenes, dando continuidad a su obra en
la de Burton. Yo no he leído Anatomía de
la melancolía, y no sé, por tanto, hasta qué punto la estructura de esta
novela es deudora de la anterior, pero lo que sí puedo afirmar es que, según
van pasando las páginas, Anatomía de la
memoria se va convirtiendo cada vez más en una Anatomía de la melancolía, porque la melancolía por el pasado que
no puede volver, ni siquiera a través del recuerdo o la imaginación, va
cobrando cada vez más protagonismo.
Al principio hablaba de la posible
influencia de Daniel Sada en esta
obra y, tirando de mi imaginario mexicano (que, lamentablemente, no es
excesivo), pensé también en Juan Rulfo,
sobre todo cuando se habla de la muerte y sus fantasmas: «Soy el sueño de un
muerto, escribió»; de este modo tan a lo Pedro
Páramo habla de sí mismo Orígenes en la página 29. También he pensado en
más de una ocasión en Gabriel García
Márquez, porque algunas de las escenas delirantes de la novela se acercaban
casi al realismo mágico (sin llegar a serlo) y porque sus comentarios sobre la
evaporación del pasado (sobre todo en las escenas que tienen que ver con la
historia de la Botica Nacional), escritas con un lenguaje decididamente
poético, me han recordado al estilo del Nobel. Pongo un ejemplo: «El tío
Liberato Pastor, hermano de Amalia, ocupaba una de las dos habitaciones en el
centro de la casa, escuchaba música por las tardes y leía los diarios por la
noche porque, así, decía, a la mañana siguiente podría recordar el origen de
todas sus pesadillas» (pág. 309).
Recuerdo ahora aquella frase de Enrique Vila-Matas sobre Los
detectives salvajes de Roberto
Bolaño: «Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar. Una grieta que abre brechas por las que habrán
de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio». Hace unos
meses leí No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles de Patricio Pron; en esta novela de 2016,
uno de sus protagonistas, Pietro Linden, entrevistaba a una serie de escritores
políticos sobre unos hechos que habían tenido lugar décadas antes. Algo similar
ocurre en Anatomía de la memoria
(novela de 2014): Estiarte Salomón entrevista a unas personas sobre su pasado
político, que en gran medida tiene que ver con la literatura. Así que en ambos
libros, al igual que en Los detectives
salvajes de Bolaño, nos encontramos con una investigación detectivesca,
siendo la literatura uno de los principales ejes que vertebran dicha investigación.
Tanto Patricio Pron como Eduardo Ruiz Sosa me parecen hijos legítimos de
Bolaño, dos escritores que hacen espeleología −o tal vez barranquismo− en esa
grieta abierta por Bolaño de la que hablaba Vila-Matas.
Anatomía de la memoria es una primera novela en la que, como ya apunté al principio, no se ajusta
bien el calificativo de «primera». Anatomía
de la memoria es una obra madura, poética, poderosa, que indaga en el
pasado de México y en la pérdida de los sueños de cualquier juventud, y que,
página a página, se va convirtiendo en una verdadera Anatomía de la melancolía. Eduardo Ruiz Sosa acaba de entrar en mi
lista de escritores jóvenes a los que seguir la pista.