Revista Salud y Bienestar

Andaban los frenopáticos llenos de sifilíticos

Por Saludyotrascosasdecomer
La abuela fue la última en nacer y también la última en abandonar la casa. Cuando sus dos hijos se marcharon a trabajar cerca del mar y todos los demás ya estaban muertos, vivió sola durante nueve años, apegada a una tierra de la que formaba parte tanto o más que el ábrego, el castañar o los arrendajos. Los hijos volvían una vez al mes y ella disfrutaba con la alegría y el calor que los tres nietos traían en los brazos. Corrían a su alrededor y ella se divertía revolviéndoles el pelo y regalándoles las avellanas que guardaba en los bolsos del mandil.
Hace cuatro años comenzaron los primeros síntomas. Olvidaba el nombre de los vecinos, le temblaban las manos y cada día, despeinada y triste, caminaba un poco menos y con pasos más cortos. Las noches en que los hijos dormían en la casa, la oían gritar. Cuando entraban en la habitación ella despertaba y decía que no había gritado, se enfadaba y les soltaba que la querían volver loca. La primera vez que, sentados frente al fuego de la cocina, le dijeron que se fuera con ellos cerca del mar, ella contestó aquella enigmática frase que después repetiría tantas veces: andaban los frenopáticos llenos de sifilíticos. ¿Vendrá con nosotros, madre? No. Si me marcho de aquí, ¿quién evitará que los lobos se acerquen a la casa? Tantas veces se lo pidieron, tantas veces se negó. Hasta el día de octubre en que olvidó el nombre de sus hijos y quiénes eran. Sentada en la cocina, miraba durante horas la ventana. Los hijos hicieron su maleta, le dijeron nos vamos, madre y la llevaron a vivir cerca del mar.
Pasaron seis meses y un día. Pasó el invierno. Una tarde de jueves el hijo pequeño le dijo madre, mañana subiremos a la casa. Pasaremos allí el fin de semana. Ella le miró y sonrió. Dijo andaban los frenopáticos llenos de sifilíticos.
Dejaron las maletas en la cocina y los tres nietos corrieron al jardín. La abuela se sentó frente a la ventana. Sonreía al posar la mirada en los objetos cotidianos. ¿Viste, mamá? Los lobos no se atrevieron. La abuela se levantó de la silla. Voy al baño, dijo. Con pasos lentos y cortos subió las escaleras. Los hijos se miraron y la dejaron hacer. Entró en la habitación donde naciera noventa años antes. Con esfuerzo acercó una banqueta a la pared, subió, abrió los postigos y se tiró por la ventana.

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