Hubo mujeres mexicas que abandonaron a sus aristocráticos maridos para unirse a soldados españoles
Los indios quedaron asombrados con la escalada y descenso por el cráter del volcán Popocatepetl (a la derecha) que hicieron los españoles
Las páginas de la Historia están casi totalmente ocupadas por grandes hechos, gestas y todo tipo de ocasiones únicas y trascendentes. Sin embargo, también tienen gran interés sucesos y episodios que, sin la menor repercusión histórica, proporcionan una visión más cercana, una perspectiva ilustrativa e interesante del momento. En la América recién encontrada hubo mucho de ello.
Uno de los capítulos más apasionantes de la aventura de la Humanidad es el que cuenta el encuentro entre dos mundos, el choque entre una sociedad europea que deja el Medievo para entrar en la Edad Moderna y las poblaciones americanas que, en la práctica, siguen en el Neolítico y, por tanto, sin escritura, sin rueda, sin metales… Allí, en la recién descubierta Nueva España, hubo ocasiones decisivas a la vez que anécdotas de poco alcance y mucho interés.
Un hecho de enorme mérito y escasamente conocido es la ascensión al volcán Popocatépetl en busca de azufre para fabricar pólvora. Cortés ya sabía que las armas de fuego no eran imprescindibles en batalla, pues había ganado sin ellas y perdido con ellas; a pesar de todo, en 1521 decidió aprovisionarse de pólvora, y para ello necesitaba azufre. Como si la empresa fuese fácil, el conquistador encargó al salmantino Francisco Montaño, quien aseguraba haberse asomado al cráter del Teide, y a otros bravísimos soldados que escalaran el Popocatépetl, que se descolgaran por la parte interna de su cráter y que recogieran todo el azufre que fuera posible (el zamorano Diego de Ordás había llegado a la cumbre en 1519). Cuando los lugareños se enteraron de los propósitos de los españoles los tomaron por locos: no sólo la ascensión era de extrema dificultad (unos 5.400 metros), sino que también había que contar con el frío, el hielo, la nieve… y claro, con que el volcán estaba activo, pues “echaba grades bultos de humo” (contaba Cortés en sus Cartas de Relación) y emitía gases irrespirables por sus paredes. Una vez en el borde, y tras contemplar el aterrador espectáculo de la lava burbujeante, ataron con cuerdas a Montaño y lo bajaron por el interior del cráter, llenó varios canastos de azufre y luego fue relevado por otro tipo tan valeroso como él, un tal Juan Larios. Al descender la montaña con las cestas de azufre arrebatado al volcán, los indios se arremolinaban y miraban con incredulidad a aquellos locos que no sólo habían llegado a la cumbre, sino que se habían atrevido a meterse en aquellas fauces de fuego. Y lo hicieron con los medios y ‘técnicas de escalada’ de aquellos tiempos. Montaño tardó semanas en sacudirse el miedo que pasó.
En torno a aquellas fechas se produjo otro hecho singular y en cierto modo desconcertante. Siendo Cuauhtémoc el emperador azteca (aunque ya vasallo del emperador Carlos I), pidió a Cortés que les fueran devueltas las esposas a unos cuantos de sus capitanes y notables, pues les habían sido arrebatadas por soldados españoles. Cortés accedió, dejó que las buscaran y que volvieran con sus maridos siempre que ellas así lo desearan. Cuenta Bernal Díaz del Castillo en su ‘Verdadera historia…’ que a pesar de que ellas se escondieron fueron todas encontradas; sin embargo, ya ante el vencedor de Tenochtitlán, sólo tres de ellas pidieron regresar con sus cónyuges mexicas, mientras que las demás eligieron libremente continuar con sus compañeros hispanos (no se señala el número concreto, pero por cómo se cuenta el suceso se deduce que debían ser muchas); además, varias dijeron que se habían ido voluntariamente. ¿Por qué unas mujeres de clase nobiliaria preferirían quedarse con aquellos barbudos cuya lengua no entendían?
Después de la toma de México-Tenochtitlán, la ciudad estaba destruida en gran parte, de modo que Hernán Cortés se propuso no reconstruirla, sino retirar los restos de lo antiguo y edificar una nueva metrópoli. Para lograr tal cosa hubo que traer herramientas adecuadas y enseñar a los indios su manejo. Empezaron por construir carretas y carretillos, es decir, ruedas; cuando los nativos vieron que un solo hombre era capaz de transportar piedras pesadísimas sobre una especie de caja que se apoyaba en el suelo mediante un artefacto que giraba sobre sí mismo, quedaron boquiabiertos, perplejos, pues jamás se habían imaginado una rueda y sus usos infinitos. Igualmente ocurrió cuando vieron cómo funcionaban poleas y polipastos (poleas compuestas) y cuando comprobaron la eficacia de elementos de metal como clavos, martillos o sierras. Explican los cronistas que los indios miraban todo aquello con los ojos como platos, como quien ve novedades maravillosas e insospechadas. Y también los españoles quedaron estupefactos ante la rapidez con que los mexicas y demás pueblos aprendían a usar las nuevas herramientas, y cómo en muy poco tiempo trabajaban como los más expertos y hábiles artesanos, herreros o carpinteros.
Anécdotas con mínima resonancia histórica pero muy ilustrativas para entender mejor lo que ocurría allí en aquellos históricos años.
(Actualización de texto de enero de 2017)
CARLOS DEL RIEGO