Revista Salud y Bienestar
Lunes, 30 de agosto del 2010.
Ya la madrugada del distrito de La Victoria se va convirtiendo en amanecer.
Afuera, en las calles y en las plazas, la niebla se apodera de todos los rincones, y crece en su propio silencio, como un himno hereje que se consagra en ritos menores.
Afuera, en las calles y en las plazas, las sombras destilan filosofías bastardas, se beatifica la mansedumbre del mendigo y se empobrece la fatua altanería del ladronzuelo.
Aquí, en este pequeño puesto de periódicos, el canillita prosigue sin pausa la imitación de la vida. Su lugar es pequeño, sí, pero alcanza para albergar todas sus cosas. Es que, ciertamente, los deseos de comer y sobrevivir un día más, ocupan poco lugar.
Hace rato que está en su cubil, con la mirada somnolienta y la fatiga de situar cada revista, cada diario, en el lugar donde los observarán sus posibles compradores.
Hay que seguir viviendo. Cumplir la inexorable letra del destino, que ya le marcó todos los senderos, a pesar de él mismo.
Ese puesto es un punto matutino de reunión de los trabajadores del Hospital del Obrero. Se encuentra en una de las esquinas de las calles que rodean al viejo nosocomio. Antes de ingresar a sus antiguos y húmedos pasillos, dos humildes mujeres encargadas de la limpieza y arrojo de desperdicios, miran los diarios con los titulares del día.
- ¡Qué horror! Exclamó una. ¿Esa mujer del diario "El Brome" no es la señorita Zarela, la enfermera que se encarga de comprar nuestros escobillones?
- ¡Claro que sí! Contestó la otra. Y ese anestesista que dicen, ¿no será el doctorcito de ojos verdes, que tiene su carro viejito? ¡Sí! ¡El que se peleó feo con la señorita, la otra vez! ¿Será capaz de asesinar a alguien, con esa cara de angelito que tiene?
Las dos mujeres compraron el diario, antes de dirigirse a la puerta de ingreso del hospital.
Ya la madrugada del distrito de La Victoria se va convirtiendo en amanecer.
Afuera, en las calles y en las plazas, la niebla se apodera de todos los rincones, y crece en su propio silencio, como un himno hereje que se consagra en ritos menores.
Afuera, en las calles y en las plazas, las sombras destilan filosofías bastardas, se beatifica la mansedumbre del mendigo y se empobrece la fatua altanería del ladronzuelo.
Aquí, en este pequeño puesto de periódicos, el canillita prosigue sin pausa la imitación de la vida. Su lugar es pequeño, sí, pero alcanza para albergar todas sus cosas. Es que, ciertamente, los deseos de comer y sobrevivir un día más, ocupan poco lugar.
Hace rato que está en su cubil, con la mirada somnolienta y la fatiga de situar cada revista, cada diario, en el lugar donde los observarán sus posibles compradores.
Hay que seguir viviendo. Cumplir la inexorable letra del destino, que ya le marcó todos los senderos, a pesar de él mismo.
Ese puesto es un punto matutino de reunión de los trabajadores del Hospital del Obrero. Se encuentra en una de las esquinas de las calles que rodean al viejo nosocomio. Antes de ingresar a sus antiguos y húmedos pasillos, dos humildes mujeres encargadas de la limpieza y arrojo de desperdicios, miran los diarios con los titulares del día.
- ¡Qué horror! Exclamó una. ¿Esa mujer del diario "El Brome" no es la señorita Zarela, la enfermera que se encarga de comprar nuestros escobillones?
- ¡Claro que sí! Contestó la otra. Y ese anestesista que dicen, ¿no será el doctorcito de ojos verdes, que tiene su carro viejito? ¡Sí! ¡El que se peleó feo con la señorita, la otra vez! ¿Será capaz de asesinar a alguien, con esa cara de angelito que tiene?
Las dos mujeres compraron el diario, antes de dirigirse a la puerta de ingreso del hospital.
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