El mal se presenta de tantas maneras que a veces es difícil descubrir los ángeles que nos rodean. Y cuando estos aparecen, como la luz del sol al prisionero, deslumbran nuestros ojos que no están habituados. Y nos los frotamos, y siguen ahí mientras seguimos frotándolos. Pero cuando alguien descubre a un ángel, a este hay que cuidarlo, y cuidarse de que esté bien, sin atosigarlo, no vaya a molestarse. Ángeles los hay sobre las ventanas, o los tejados de quienes más duermen, en los sueños de los niños, o en los museos de las noches iluminadas. Los hay también en quienes nos rodean, aunque muchos no lo saben y se pavonean de lo que en verdad son defectos. Los hay solitarios y que prefieren las multitudes, gráciles y toscos, esbeltos y diminutos. Los hay bellos y feos, aunque para la gran mayoría pasan desapercibidos. Ángeles hay en las grandes ciudades, pero también en la oscuridad de los pueblos más helados.
Ángel es un compañero que de pronto te da la mano, o te susurra al oído lo que hizo el último domingo. Es quien te confía el penúltimo secreto, y espera que tú lo recibas con el abrazo de siempre. Ángel es también el profesor que ve al alumno desvalido, desorientado, y abandona su rutina para tenderle su mano. Y el que ama a sus pupilos para desnudar ante ellos el libro de las mil vidas, y los alumnos ríen, y él con ellos. Ángel es la persona que calla y espera que las palabras sigan su curso, incluso atropelladas, o amotinadas, hasta que los gritos dejan de oírse porque el tiempo se los ha llevado. Ángel es quien no espera nada, ni del rico su limosna ni del pobre su riqueza. Ángel es quien siempre mira de frente, aunque sea para decirte que no te va a mirar. Y te pregunta si le puedes acompañar, o cruzar un puente, o volar juntos hasta disolveros en las estrellas. Es quien te pone ante el misterio de las cosas, de las pequeñas y de las grandes, y te recuerda lo poco que somos, o lo mucho que aprendimos pero que ahora no vale de nada.
A veces, solo a veces, un ángel te mira, y te implora.