A quien no le ha pasado contemplar a nuestros niños mientras duermen y pensar, que angelito, que cosita preciosa que me ha enviado Dios.
Pero….. A quien no le ha pasado, también, verlos en medio del torbellino de energía inagotable en el que transcurren sus días y, por lo tanto, los nuestros y pensar Dios esté niño es un demonio.
Cada niño tiene su momento de ángel dulce, tierno, amoroso. Y su su momento de fiera enardecida. En el que nosotros, sus padres, nos vemos acorralados contra la pared por un bodoque en miniatura que vino a manipular nuestras vidas.
Nadie se salva de eso, en mayor o menor medida, vivimos con nuestros hijos momentos de ternura inmensa y momentos de locura desbordada. Momentos de besos pegajosos y abrazos infinitos, momentos de llantos, caprichos, rabietas y gritos.
Con el tiempo nos volvemos expertos en esos cambios de humor y tenemos herramientas y recursos para cuando la cosa se pone fea.
Pero todo padre de un niño pequeño sabe lo que es vivir el minuto a minuto, el segundo a segundo al límite.
Sea cual sea el papel que sus pequeños cerebritos quieran interpretar, hay algo que no cambia, que se mantiene intacto y crece día a día…..el amor inmenso que sentimos por nuestros angelitos/demonios.