
El 22 de noviembre de 2024 una terrible tragedia sacudió la provincia de Valencia. Aunque el temporal afectó también a territorios vecinos, fue en la Huerta Valenciana donde el agua pareció ensañarse con mayor crueldad. El resultado fueron muertos, desaparecidos, heridos y destrozos materiales de toda clase. Las inundaciones arrasaron colegios, ayuntamientos, polideportivos, centros de salud, comercios y viviendas particulares. La tragedia arrancó de su rutina a decenas de miles de personas que, en apenas unos minutos, vieron cómo las escenas que solían contemplar en los telediarios se abrían paso ante sus propios ojos con una ferocidad que costaba creer real.
Parece que las tragedias florecen allí donde las personas solo pueden contar consigo mismas. En cambio, en los lugares donde el progreso ha institucionalizado la solidaridad, donde los derechos y las obligaciones compartidas sustituyen al heroísmo individual, todo parecería más seguro. Pero aquellos días todo falló. Fallaron las tareas de limpieza de los cauces y la planificación urbanística, cegada por la codicia de construir donde no debía. Fallaron las advertencias, la prevención y la respuesta inmediata. Y cuando todo eso se derrumba, el peso recae sobre la gente común.
Entonces la sociedad valenciana se levantó. Allí donde el Estado no alcanzaba, llegaron los brazos de los vecinos. Donde no había maquinaria, aparecieron manos. Y donde no había esperanza, surgió la voluntad de ayudar. Muy pronto los telediarios dejaron de hablar solo del desastre para mostrar una marea humana que ya no era de barro, sino de jóvenes que trataban de limpiar con sus propias manos, con lo poco que tenían. Gente que despejaba calles, repartía comida, rescataba animales, acompañaba a enfermos o simplemente escuchaba a quien lo había perdido todo.
También llegaron las historias de vecinos que salvaron vidas y ofrecieron sus casas a desconocidos; de pueblos que se unieron para recuperar líneas de comunicación y volver a ser parte del mundo. Historias pequeñas y heroicas que recordaban que la humanidad, incluso embarrada, seguía latiendo.
En esos días apareció un ejército silencioso de voluntarios. Eran los llamados “ángeles del barro”. Jóvenes y mayores que no esperaron órdenes ni cámaras y que simbolizan lo mejor de nosotros. Son ellos los protagonistas de Ángeles voluntarios, el último libro de la Generación Bibliocafé, un grupo de escritores, valencianos en gran número, que lleva más de una década construyendo una literatura comprometida y colectiva.
El volumen reúne relatos inspirados en la solidaridad real. En sus páginas encontramos desde la ayuda urgente de universitarios que caminaron kilómetros para llevar palas, hasta la labor de bomberos, médicos y miembros de diversas asociaciones de toda clase y género.
He tenido el orgullo de volver a ser convocado para este libro por Mauro Guillén, al que doy las gracias por ello. En mi caso, algo alejado de los hechos vividos, traté de buscar una perspectiva algo menos tópica, un pequeño esfuerzo que podía tener un gran impacto emocional en muchas de las víctimas. El relato (El hilo de la memoria) se centra en el proyecto de Recuperación Fotográfica de la Huerta Valenciana. Gracias a ese esfuerzo se rescataron miles de fotografías que el barro había devorado. Aquellas imágenes, muchas de ellas pertenecientes a personas mayores, se limpiaron, restauraron y devolvieron a sus dueños. Recuperar esas fotos fue también recuperar la memoria de una vida: un gesto silencioso que demuestra que la solidaridad puede manifestarse en formas tan delicadas como el cuidado de una imagen antigua.
Pero otras muchas asociaciones, colectivos y organizaciones aparecen en estas páginas, algunas tan conocidas como Cruz Roja, Cáritas, la ONCE, la Asociación de enfermos y trasplantados hepáticos, Save the Children y muchos otros héroes anónimos que se pusieron a disposición de quien más les necesitara, con su tiempo y su esfuerzo personal.
El libro, además de documentar una catástrofe, ofrece una lección de humanidad. Nos recuerda que hay héroes porque hay tragedias y que, cuando las instituciones fallan, solo el compromiso individual puede sostener el mundo. Pero también nos advierte que la reparación y la justicia son deberes del Estado. No basta con aplaudir a quienes ayudaron. Hay que garantizar que nadie vuelva a necesitar héroes.
Entre los autores de Ángeles voluntarios encontramos nombres ya conocidos en la Generación Bibliocafé, como Mauro Guillén, Inmaculada López Arce, Felicidad Batista, Franz Kelle, María Tordera, Susana Gisbert, José Luis Rodríguez-Núñez o Susi Bonilla entre otros muchos viejos conocidos de esta aventura literaria. Todos ellos logran transformar el dolor colectivo en palabra, el barro en memoria y la catástrofe en literatura.
Al cerrar el libro queda una certeza: las lluvias cesaron, pero la catástrofe continúa en las casas que aún huelen a humedad, en los recuerdos que no pudieron rescatarse, en las vidas interrumpidas. Sin embargo, también persiste algo más fuerte: la certeza de que, cuando todo parece perdido, siempre hay alguien que se agacha, toma una pala y empieza a limpiar.
La labor editorial de la Generación Bibliocafé con este volumen se siente como un acto de compromiso social tan potente como literario, porque no solo reúne voces para contar lo sucedido, sino que configura un espacio donde la palabra sirve para dignificar la experiencia del otro, dar visibilidad a lo invisible y recordarnos que, cuando el barro lo invade todo, lo que queda es lo que hacemos los unos por los otros.
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