Por su denuncia ante la policía, los ciudadanos han sabido que el pacifista y enemigo de la violencia el líder comunista Julio Anguita tenía una pistola que le robaron de un tirón en una reciente madrugada cordobesa.
“Fueron dos magrebíes”, dijo públicamente el antiguo líder de IU y del PCE, rompiendo la norma progresista de no identificar a los delincuentes por origen, raza o religión.
Autoproclamado como referente moral de la izquierda española, este exfalangista, hijo de militar, y nieto y bisnieto de guardias civiles, sabía que un arma es tan peligrosa que su portador tiene que impedir que se la roben.
De haber previsto que iban a quitársela, ¿habría disparado contra los magrebíes?; ¿cree correcto Anguita que un pacifista como él debe portar armas hasta en esos paseos nocturnos en los que le recita a las estrellas las Obras Completas de Lenin, discursos de José Antonio y poemas de Ho Chi Min?.
Deberíamos estar acostumbrados, pero inevitablemente nos sorprende la paradoja de que los predicadores más vehementes son los que luego menosprecias más sus doctrinas: muchos autodefinidos pacifistas son peligrosos pistoleros en potencia.
Como justificante de su arma, Anguita no puede alegar, por ejemplo, que Eta lo amenaza: al contrario que la mayoría de los políticos españoles, está protegido por el también pacífico Javier Madrazo, líder de IU en el País Vasco, quien acata mansamente las sugerencias de los terroristas.
Entonces, ¿a quién querría o podría matar Anguita con su pistola?.
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