¿Cómo hubiera podido relatar el primer prisionero de Platón su tránsito a la luz? ¿Cómo hubiera podido advertir la promesa tras las sombras, o siquiera sentir sus manos liberadas, o a los suyos aprisionados? ¿Cómo hubiera podido asomarse al exterior sin tener constancia de las llamas ni de los soles? ¿Acaso alguien le clamó de los cielos? ¿Acaso, hallándose solo y enmohecido como las piedras, podría oír voces semejantes?
Algo muy primitivo tuvo que acontecer en el origen, quizá tanto como para no darle nombre y tan solo ser anhelado. Anhelo, sin objeto ni búsqueda. Inclinación, a pesar del dolor, y de la nada. O eso debió acontecer cuando el gran místico sufí Hallaj, muy impío él, antes de que en 922 fuese torturado y crucificado por haber declarado que él y su bienamado Dios eran uno, decidió excusarse, comparando su amor por Dios con el de la polilla por el fuego:
La polilla revolotea alrededor de la lámpara encendida hasta el amanecer, y al regresar junto a sus amigos con las alas magulladas, les habla de la cosa tan hermosa que ha encontrado; después, deseando unirse a ella por completo, a la noche siguiente vuela hacia la llama, haciéndose uno con ella. (Joseph Campbell)