Revista Cultura y Ocio
Ni siquiera hay lugar para que sea
dulce el lamento, musical el llanto:
aire claro, alta cumbre, verde valle
alivian, glorifican, oxigenan
las lágrimas: las hacen respirables,
navegable a la luz la soledad...
Pero, decidme, aquí, que mi ventana
-y es suerte que no encuentre otro bostezo
en la pared de enfrente, abajo un patio
donde soñar la muerte
nueve con ocho metros por segundo-
da a un jardín profanado por la prisa,
a una boca de riego violentada,
a un árbol flagelado por los sábados,
a un puré de residuos,
al reino que alquilaron los pastores
que vendieron al lobo los rebaños...
aquí, ¿qué abrazo cabe
con qué que me consuele
del difunto dolor –no hay dolor vivo:
hiere el hedor– de tu distancia?
Sólo
cabe un camino, un ápice de gloria:
llamar al ascensor, bajo el amparo
de la noche, ocultar unas tijeras
hasta la portería y, mientras pulsas
el botón de regreso, ante la luna,
ceñir con hiedra artificial la frente.