Susan vive una vida de ensueño, que es su existencia real: se mueve en ambientes de lujo, relacionados con el mundo del arte, pero hay algo en todo ello que le hace experimentar todo lo que le rodea como algo vacío, casi como si viviera en una burbuja. La llegada de un manuscrito procedente de su exmarido Edward, crea en su existencia una intensa conmoción, como si volviera a una patria abandonada en la que su vida era más convencional y a la vez sometida a las inclemencias del azar.
Desde luego, lo más interesante de Animales nocturnos es el relato dentro del relato que nos ofrece Edward: una auténtica pesadilla que ninguno de nosotros querría experimentar, en la que lo meramente desagradable y molesto da paso a lo grotesco y de ahí a lo terrible. El ángel salvador de los restos del naufragio del protagonista va a ser un sheriff violento y de vuelta de todo (interpretado por el siempre magnífico Michael Shannon), uno de esos seres que cree conocer la psicología criminal mejor que cualquier especialista, por haber estado trabajando cerca de ella durante toda su vida profesional y que, para más inri, padece un cáncer terminal, por lo que no le importaría en absoluto llevarse con él a la tumba a un par de tipos. Aquí se repite el viejo discurso acerca de si es mejor o no tomarse la justicia por la propia mano, aunque sea meramente a través de la ficción.
Me entero de que la película se basa en una novela, Tres noches, de Austin Wright, del que celebramos hace unos años un club de lectura al que no pude asistir - y, por consiguiente, tampoco leí el libro - . Ahora tampoco creo que me acerque a él, puesto que no me gusta hacerlo después de haber visto la versión cinematográfica. Si hay que ponerle un pero a Animales nocturnos es que Ford abusa mucho de su interés estético y esto a veces va en detrimento de la trama.