En algunas distopías suele plantearse la dificultad de distinguir entre humano y máquina. Otro argumento para un futuro aterrador recae en los peligros de la inteligencia artificial, a la que le da por descontrolarse un día, y asesina a toda la humanidad. Acaba esta serie de El robot filósofo, sobre las decenas de reflexiones que provoca la lectura de Mundo Orwell, con un pensamiento a favor de las malvadas máquinas: en ellas sólo estamos volcando nuestras fobias y frustraciones. Lo que resulta absurdo es que creemos robots a nuestra imagen y semejanza, con todas las imperfecciones que nos caracterizan. No confundirnos con las máquinas es fácil, basta con configurar la tecnología para que nos ayude y no para que nos imite.
Si intentamos replicar un ser humano en una máquina demostraremos que no somos seres racionales, sino meros impostores que se afanan en jugar a ser dioses. Quizás, como dice Ángel Gómez de Agreda, el autor del libro que tanto he nombrado en estas entradas, lo que nos asusta es la cantidad de opciones que tenemos para escoger y la responsabilidad que se deriva de nuestras elecciones. La relación entre sociedad y tecnología que se nos avecina será nuestra responsabilidad y será difícil que tenga vuelta atrás. Orwell, Asimov, Dick y Huxley, entre otros, ya nos han advertido, con sus novelas, el camino al que nos puede llevar tomar ciertas decisiones.
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