Revista Opinión
Ha sido noticia, y no hubo barra de bar donde no haya sido comentada, el hecho de que un juez argentino haya sentenciado que una orangutana, llamada Sandra, tenga derechos como “persona no humana” y que, como tales, sean reconocidos, respetados y protegidos por ley. Ello ha provocado que más de un cliente de esas tabernas se llevara las manos a la cabeza para acompañar con gestos un comentario de burla con el que se mofaba no sólo del mono, sino también del magistrado. Y es que, en esos ambientes de cultura desinhibida, que los animales posean derechos como las personas, era lo último que cabía escuchar y menos aún entender, sin perder, eso sí, la sed. De ahí que la conclusión fuera aplaudida por la concurrencia: "Llene aquí, maestro, antes que vengan los monos a quitarnos la cerveza".
Podría parecer trivial la reacción del parroquiano de tasca, pero no es así. Ante un asunto que concierne a media población -en un cálculo a voleo- que es dueña de animales de compañía y que, de alguna manera, adquiere obligaciones de respetar normas y derechos reconocidos a sus mascotas, la reacción pone de relieve, a través de los comentarios que genera, un grado de ignorancia e irresponsabilidad alarmante. Es verdad, por supuesto, que ningún ciudadano acoge en su casa a un homínido o gran simio, que son los animales que se reconocen como “persona no humana”, en cuanto sujetos de derecho, a nivel jurídico, por sus especiales especificidades cognitivas y una sensibilidad que evidencia rasgos de cierta conciencia e inteligencia. Pero que no tengamos monos en nuestras casas, sino en los zoológicos, no significa que gatos, perros, pájaros o peces, por ejemplo, no sean merecedores de consideración y respeto en tanto seres vivos y sensibles. Y es este aspecto el que me gustaría matizar.
Porque, si nos reímos de las normas que amparan a los animales más cercanos a nosotros en la escala evolutiva, cómo nos comportaremos con los que consideramos criaturas inferiores que sólo nos sirven de esparcimiento y diversión. Aunque España suscribió, en 2015, el Convenio Europeo que establece que nadie debe infligir innecesariamente dolor, sufrimiento o angustia a ningún animal de compañía, todavía queda mucha labor de concienciación para erradicar el comportamiento de dueños que maltratan, no cuidan o abandonan a sus animales de compañía cuando les estorban o pierden interés por ellos. Y es que el deseo por adquirir una mascota parece ligado a modas pasajeras, incluso para satisfacer caprichos de los hijos, antes que a un convencimiento meditado de dar protección a un animal, responsabilizándonos de su salud y bienestar. Está estudiado que, en nuestras ciudades de soledades multitudinarias, el cuidado de animales de compañía viene a compensar el progresivo alejamiento del medio rural y satisfacer una nostalgia romántica de la naturaleza, como constata la socióloga Belén Barreiro en su libro La sociedad que seremos (Planeta, 2017), citado por Luis García Montero en Las palabras rotas (Alfaguara, 2019).
Sin querer nos delatan nuestros comentarios, porque detrás de las chanzas en bares se oculta una actitud o unas tendencias de menosprecio hacia animales que consideramos inferiores y carentes de derechos, a pesar de ser seres tan vivos como nosotros y con capacidad de sentir dolor, angustia o sufrimiento, pero también afectos y empatía hacia sus cuidadores, a quienes han dado, en innumerables ocasiones, muestras de una fidelidad y entrega inconcebibles. Sin embargo, todavía es bastante común, cada verano, los relatos sobre perros abandonados por sus amos en carreteras y gasolineras mientras partían de vacaciones, caballos reventados por agotamiento o de hambre durante romerías o excursiones ecuestres, galgos colgados de cualquier rama cuando ya resultan inútiles para las carreras y hasta de peces asfixiados en su propia pecera por falta de alimentación o aporte de agua limpia cuando sus propietarios tuvieron que ausentarse un tiempo. Tales comportamientos denotan que algunos propietarios consideran a sus animales de compañía simples artículos de consumo de usar y tirar, sin valorar que sus vidas no son desechables como un objeto y que moralmente están comprometidos en no infligirles ningún sufrimiento innecesario. Máxime cuando la posesión de un animal doméstico obedece a un acto al que no estamos obligados.
Pero invertir la relación es igualmente preocupante, puesto que dispensar a las mascotas un trato como si fuesen humanos y miembros de la familia suele ser síntoma, más bien, de un trastorno afectivo, de alguna carencia emocional, que lleva a confundir al animal con un ser humano, incluso con un hijo. Humanizar a las mascotas y los animales de compañía es una forma de violencia que afecta a sus instintos como abandonarlos en un descampado cuando nos molestan. Establecer un vínculo emocional tan intenso es desaconsejable tanto para el animal como para su propietario. Por un lado, arranca al animal de su hábitat natural y condiciona su comportamiento a nuestras atenciones y caricias. Y lo que es peor, lo expone a sufrir ansiedad, temor y frustraciones cuando no recibe el trato al que estaba acostumbrado. Y por otro, el dueño focaliza un amor tan exagerado que lo induce a considerar al animal como si fuera un ser humano, una atención tan “personalizada” que a veces es fruto de la pérdida de afectos en el ámbito familiar u otras patologías de orden psicológico.
Hay que respetar y querer a los animales como son por su condición y, a ser posible, en su entorno natural, sin forzarlos a adaptar sus instintos y sus comportamientos en función de nuestras apetencias o nuestras necesidades de diversión y compañía. Perros, gatos, peces o monos tienen derecho a la vida y a vivirla en el ambiente en el que se han desarrollado y de acuerdo a su condición animal. Ello implica que, gracias a nuestra comprensión del proceso evolutivo por el que la hominización nos transformó de primates en humanos, reconozcamos a los homínidos antropomorfos, por su intelecto y cercanía biológica, como “persona no humana”. Se trata de una manifestación de nuestra inteligencia, un avance moral y una consecuencia de la comprensión de nuestro lugar como especie animal, cuya cúspide ocupamos. En definitiva, un hecho para alegrarse, no para hacer chanzas dando muestras de ignorancia.