Resulta difícil abordar un artículo sobre el adulterio en la novela realista del siglo XIX sin caer en el academicismo y la erudición o, dicho de otro modo, sin aportar documentación y utilizar citas. Surge en la fase previa a la escritura de un texto de este tipo alguna de esas preguntas que buscan los porqués de un estudio tan carente de actualidad. La idea de escribir sobre este asunto no es en mi caso más que una necesidad surgida a resultas de mi reciente lectura de La Regenta y el obligado parangón con otros dos clásicos coetáneos. Sea como fuere, reflexionar sobre la obra de tres de los más grandes exponentes de la literatura universal lleva a uno a emprender acciones insanas, a perpetrar atentados contra la modernidad y sus iconos, es decir; a cambiar la barba hipster por el bigote prusiano y las gafas de pasta por los quevedos. Comencemos pues:
El adulterio es sin lugar a dudas uno de los temas más recurrentes de la historia de la literatura. Y quién mejor que ciertos personajes del Antiguo Testamento, esa gran novela fantástica, para inaugurar la temática: la bella Betsabé, esposa de Urías el hitita, se acostó una noche con el rey David por deseo expreso de éste, actitud que por supuesto desagradó mucho al Señor. Y aunque parezca anecdótico, dado que los dioses y los reyes mantenían relaciones con quien les apetecía, este episodio posee una trascendencia enorme, pues en él se narra por escrito un hecho que establece unos principios morales dictados por Dios. A partir de aquí, el tema de la infidelidad se mantendrá de una u otra manera a lo largo de la historia de la literatura, incluso durante la Edad Media, en obras como Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, o El Decamerón, de Bocaccio, pero no será hasta la explosión de la novela realista en la segunda mitad del siglo XIX cuando el adulterio como temática se convierta en algo recurrente. Madame Bovary (Gustave Flaubert, 1857), Anna Karenina (León Tolstoi, 1877) y La Regenta (Leopoldo Alas “Clarín”, 1884-85) son tal vez las tres novelas más relevantes, pero ni mucho menos las únicas. Destacan también, entre otras: El primo Basilio (Eça de Queiroz, 1878) Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós, 1887) o Effi Briest (Theodor Fontane, 1895).
Como es sabido, pues así se enseña en los libros de texto de Secundaria, la novela realista busca recuperar el análisis objetivo de situaciones y personajes frente al subjetivismo romántico. Los autores realistas tratan de aplicar un método casi científico que les permita estudiar la realidad a través de la observación. A pesar de la influencia marxista en la denuncia de las injusticias y desigualdades sociales, la mayor parte de estas novelas suelen articular sus historias en torno a la burguesía, una clase social que formaba la base del público lector de la época. De hecho, el tedio y la frustración que causan los matrimonios burgueses concertados, tan en boga en la época, servirán a la postre para componer un retrato social canalizado a través de la figura femenina, utilizada ésta en la doble vertiente de objeto y ejemplo. Ana Ozores, La Regenta, refiere a lo largo del libro expresiones como “hastío eterno” o “tedio”. Anna Karenina, por su parte, experimenta una desagradable sensación de “hipocresía” que “oprime su corazón” cada vez que se rencuentra con su marido. Mientras que Emma Bovary se pregunta en un pasaje: “¿Por qué no tendría al menos por marido a uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros?”
Por otro lado, la monotonía, la rutina y la carencia de amor conducen a estas mujeres a refugiarse en la lectura. Es en este punto donde aparece con intensidad el elemento quijotesco, pues la pasión desmedida por los libros colmará a las heroínas de unos ideales que, al no verse realizados, desembocarán en frustración. Emma se deleita con relatos románticos que la llevan a soñar con París y sus bailes; con una vida burguesa y liberal que la arranque de su aldea. La Regenta, en cambio, se refugia en lecturas místicas que colman su alma de un candor que su esposo no es capaz de darle. Y Anna Karenina, que tiene acceso a la vida social de la alta burguesía rusa, sueña sin embargo con rodearse de personajes más heroicos que su previsible y formal marido, funcionario zarista que le causa una gran infelicidad.
Todas estas coincidencias o puntos en común se deben al hecho de que los novelistas consideraban el adulterio como un asunto más social que individual e invitaban, de alguna manera, a la reflexión personal a través de un planteamiento realista cargado de tensión dramática. No obstante, las diferencias entre los tres personajes son también notables, tanto en lo que respecta a los conflictos causados por la culpa como a los aspectos moralizantes de sus finales respectivos. Veamos: la culpabilidad, o noción de pecado, adopta formas muy variadas en las tres heroínas: para las anas, por ejemplo, no existe carga moral, sino más bien social, dado que son ellas mismas quienes, debido a su educación, consideran que han roto las reglas de comportamiento establecidas en su sociedad y entienden que su pecado sería menor de no ser público. Respecto al castigo que cada autor parece imponer a sus personajes principales, Clarín me parece el más vanguardista de los tres, puesto que no sólo indulta a su personaje, desviando el derramamiento de sangre hacia los miembros masculinos, marido y amante, sino que además incluye un elemento innovador en la estructura, ya que amplía el clásico triángulo amoroso marido-mujer-amante al añadir un recurso magistral, que, valga la redundancia, no es otro que el Magistral de la Catedral, amigo y padre espiritual de Anita Ozores y desencadenante del dramático y muy intenso final del libro.
En resumen, la temática naturalista/realista del siglo XIX profundiza en el perfil psicológico de la mujer para representarnos una época de grandes transformaciones sociales. No debemos olvidar que por aquel entonces las mujeres no tenían los mismos derechos que los hombres y que, en países como España, ni siquiera gozaban del derecho a la educación, lo que permitía a los autores jugar con el desequilibrio social para denunciar las desigualdades de un mundo sin cine y sin series de televisión, un tiempo donde las descripciones exhaustivas de personajes, lugares y situaciones actuaban como lente filmadora, como cinematógrafo, como archivo de la memoria que hoy nos sirve para comparar la historia y ver lo poco que hemos avanzado en ciertos aspectos.