Nuestra arqueóloga.
Le preguntó André Malraux a Annemarie que qué iba a hacer en Persia, a lo que ella contestó que estar muy lejos. Anne Marie Schwarzenbach era viajera y luego, todo lo demás, porque ese ir a otra parte continuo era fruto de una mezcla extraña pero muy entendible de feroz autonomía y temor a la soledad. Escritora, fotógrafa, periodista, arqueóloga y adicta a la morfina son los otros títulos que acarreaba esta mujer suiza que acabo de descubrir a través de un pequeño libro llamado El valle felizeditado por La línea del horizonte.
“Es que yo no soy una arqueóloga. No tengo profesión. Y podría haber ejercido todas las profesiones. Y haber pasado por todas las ciudades y haber vivido en todos los países. Pero yo no hago tratos conmigo misma: el precio a pagar a cambio de una “buena vida” era demasiado alto.”
En Francia tiene editados una docena de libros. Incluso en 2015 se realizó un documental llamado Je suis Annemarie Schwarzenbach (Véronique Aubouy). En España junto con el que tengo entre manos, la editorial Minúscula tiene editados otros cuatro. Y creo que poco más. Su obra consta de novelas, relatos, poesía, artículos y recopilación de cartas. Podría haber sido mayor lo que nos quedase, pues su madre, tras su muerte en 1945, destruyó buena parte de su obra y correspondencia. ¡Ay esas madres! Esas madres generadoras de tanta angustia cuando no acogen al ser que trajeron al mundo… Otra escritora cuya obra también acabo de descubrir, que ofrece en casi su totalidad una obra autobiográfica es Violette Leduc, que tiene en común con Annemarie ese perfil materno, esa lucha feroz consigo misma y la estancia en algún sanatorio mental. “Mi madre nunca me dio la mano” reconoce y relata Violette Leduc en L’Asphyxie.
“Sí, mi único temor, el que todavía me importa, el de no poder ya anotarlo todo… -¿Qué quieres anotar? ¿Has ido acumulando experiencias, aprendiendo cosas valiosas, reconociendo la Tierra Prometida? ¿O es que quieres contar tu dolor para conmover el corazón de la gente y conseguir una sentencia benévola?”
Leyendo estas palabras de Annemarie se entiende esa necesidad de confesión y me viene a la cabeza lo que escribió Simone de Beauvoir en el prólogo a La bâtarde de Violette Leduc: “Cualquiera que nos hable desde el fondo de su soledad nos habla de nosotros”. Simone de Beauvoir justifica y bendice mi vinculación con ellas. Y ellas muestran cierta brutalidad en la confesión de ese dolor de existir y de escribir. La escritura fue un aliado, un alivio, una lucha y un sentido vital en ellas.
La feroz Violette.
También habría que añadir al grupo, a Leonora Carrington. Ella con el pincel no desgrana, explica o matiza la experiencia como con la pluma pero sí la evidencia. De todas formas hace unos pocos años Elena Poniatowska narró creativamente su vida y ahí la podemos ver desgranada, explicada y matizada. Leonora también tuvo ese tipo de madre que le negaba ser a su hija caballo que es lo que Leonora deseaba ser: “Mi hija no lo volverá a hacer. Le tengo prohibido creerse caballo”. Curioso que el único halago que le hizo su madre a Annemarie Schwarzenbach fuera compararla con un caballo ya que demostraba más pasión por estos que por el género humano. Ambas se rodearon de gente afín, artistas en los años 30 del siglo XX en un mundo de apertura y encuentro que pronto derivó en un mundo de locos con la llegada de la II Guerra Mundial. Annemarie formó familia con los hermanos Mann: Klaus y Erika Mann y Leonora con Paul Éluard y Max Ernst.
Klaus Mann, Annemarie, Erika Mann y Ricki Hallgarten, 1932.
Paul Éluard, Leonora Carrington y Max Ernst, 1937.
El “ángel devastado” Annemarie Schwarzenbach, como así la llamó Thomas Mann, recorrió Turquía, Siria, Palestina, Persia y EEUU entre otros países. Que su deseo de huida fuera su gran motivo, no resta que valorase, amase, viviera y pensara en esos países culturalmente tan diferentes. En El valle feliz la encontramos en el valle del Lahr no lejos de Teherán, un valle suspendido frente al Caspio. Esta obra la escribió en 1935 estando allí, pero la reescribió entre octubre de 1938 y febrero de 1939 perfilándola tal cual es: una obra con tono confidencial, llena de dudas e incertidumbres ante la que no nos queda otra que agradecer la capacidad de esta mujer no solo de vivir esa vida que buscó sino de volcarla en toda su magnitud. No solo lugares, animales, costumbres y gentes ocupan el relato sino sobre todo su lucha interior, sus debilidades, anhelos, caídas y reproches.“El dolor ya ha roto los diques y se ha desbordado por completo. Por completo: los caminos del porvenir han quedado inundados”
¿Qué dice y qué te dice la mirada de Annemarie Schwarzenbach?
Tanta riqueza vital envuelve un interior turbulento. Europa convulsionaba y sus intentos de suicidio fueron algo más que un tumulto interior. El fascismo italiano y alemán pisoteaba Europa. Era una situación tremenda que muchos artistas e intelectuales comprometidos y con la sensibilidad abierta al mundo no pudieron comprender y asimilar. Su amigo Klaus Mann (hijo de Thomas Mann) sin ir más lejos se suicida en 1949 y aunque ella muere con 34 años por un accidente de bicicleta, sufre ese proceso de traición al que se somete Europa (fallece justo en medio del desarrollo de la II Guerra Mundial).
“En Europa las clínicas mentales están completamente llenas. Los ejércitos están pertrechados. La juventud es disciplinada. Las maquinas funcionan. El progreso está en camino. Y todas las naciones están afligidas por diversas psicosis”.
“Debemos saber lo que queremos”. Debemos, queremos… Pero ¿y qué es lo que sabemos? Es la fórmula estéril de nuestra falta de libertad.”
El tono poético de su narrativa es otra cosa a resaltar. Y si lo he hecho no es por entender lo poético como un divagar edulcorado sino que a la hora simplemente de definir objetos, paisajes o gentes elige unas palabras certeras pero a la vez mágicas que hace que llegues a conocer más profundamente esa montaña o esa jarra que si tuvieras una fotografía ante tus ojos. Porque es la visión de la experiencia personal. Es la visión de la historia vivida.
“En las sienes me estaban quemando unas lágrimas secas, el dolor estaba respirando, yo no sentía deseos, estaba mortal e inmisericordemente cansada”
La Matute en grande y en alto y claro.
Annemarie ofrece esas fotografías mentales tan certeras: “búfalos de agua sobre melancólicas dunas”, “desiertos de color amarillo lepra”, “amaneceres de color azufre”, “montañas que parecen barcos varados”… Una de esas fotografías recurrentes en la obra es lo que ella llama magia negra o magia prohibida. La droga que le ayudaba y que aunque no podía superar a la infalible soledad era un recurso ante su marasmo interior.
“Ahora tomo parte en las comidas de los comedores de hachís y de los fumadores de opio, noto el sabor de la muerte de las delicias terrenales… ¡Ay qué terrible alivio! Mis sienes, tengo que deshacerme de las imágenes atesoradas y de las penas acumuladas, mecerme sobre un puente colgante, bañarme entre coronas de espuma de mar”
No pararía de reproducir sus palabras porque todo el texto no es una narración como cualquier otra de hechos e impresiones. Todo destaca, todo mueve nuestro interés, todo es materia literaria y vital. Como la de esas otras mujeres que han ido apareciendo. Me ilusiona sobremanera saber que me quedan tantas obras de ellas y de otras por descubrir enlazándose unas con otras, que siento que “soy a menudo una adolescente con las ventajas de mis cuarenta años”. Frase que robo y reproduzco de La folie en tête de Violette Leduc.