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Ayer se cerraba, de manos del Papa Francisco, el Año de la Fe en una fiesta destacada en el calendario litúrgico de la Iglesia Católica, Cristo Rey. Quizás a muchos nos ha cogido desprevenidos y hemos reaccionado con sorpresa ante la rapidez del tiempo. Justo cuando uno empieza a acostumbrarse a nuevas rutinas y/o cambios en su vida de cara a Dios, se queda sin ese aliento que le ha empujado a seguir mirando con fe, esperanza y amor la vida y cuantos en ella habitan.
El 11 de octubre del 2012 daba comienzo el Annus Fidei propuesto por el Papa Benedicto XVI. Se abría un año en el que los católicos podrían afianzar su fe, creencias y vida cara a Dios. El año se abría también para los no católicos dándoles una oportunidad de conocer y adentrarse en la fe católica y de, por qué no decirlo, acercarse a Dios, ese desconocido hasta entonces.
Después de algo más de 365 días quizás hemos tropezado en las mismas cosas o en otras más profundas, pero nos hemos levantado con más fuerza o hemos tenido la valentía de dar un paso más, de nuevo, hacia adelante. Nadie ha dicho que un católico tenga la vida resuelta aquí en la tierra. Al contrario, cada día tiene que luchar para ganarse el cielo al final de sus días. La fe mueve montañas.
Durante este año puede que hayamos rezado más y hayamos buscado lugares apropiados para ello (el mejor de todos: delante de un Sagrario, cara a cara con el Jefe. Aunque cualquiera es válido). Otras veces habremos rezado menos o no tan bien como queríamos y nuestra oración no ha sido de las mejores ni la más sincera pero hemos estado ahí, dando la cara, aunque ésta se adormeciera en muchas otras ocasiones. La fe nos mantiene despiertos.
En este tiempo hemos esbozado una lista con un plan de piedad a realizar: libros para alimentar el alma y afianzar nuestra fe; charlas para saber por dónde tirar en nuestra vida como auténticos cristianos; películas sobre santos o temática religiosa con las que llenarnos de nuevas ideas para nuestro apostolado diario; buscar un director espiritual y hablar con él sobre nuestras alegrías, dudas, preocupaciones, tentaciones; frecuentar los Sacramentos: la Misa y la Confesión, y por último, reservar unos minutos del día para hablar con Dios. Una apuesta fuerte y difícil de seguir con una sociedad alborotada como la nuestra. La fe no entiende de imposibles.
Y sin ir más lejos, lo importante de este Año de la Fe, hemos tratado de vivir cristianamente, procurando acercar a Dios a nuestra gente con nuestro estilo de vida: buscando lo auténtico, la Verdad. Todo ello sabiendo que los hechos dicen más que las palabras. Quizás nos hemos propuesto dar a conocer las costumbres cristianas y hablar más sobre Dios a las personas que tratamos a diario. En una y mil ocasiones la vergüenza, el miedo, el no saber cómo, se habrán interpuesto entre tú y tus conocidos. La fe mueve el interior de las personas.
Finalmente, poco antes de concluirse este gran año de la fe, una catástrofe natural arrasaba gran parte de Filipinas. Y, de nuevo, todas las dudas y todos los por qués afloraban en nuestro interior. Pero aquí la fe tiene mucho que decir, lo explico en palabras del Papa Francisco en una de sus audiencias generales de los miércoles:
¿Por qué suceden estas cosas? No se puede explicar. Hay tantas cosas que nosotros no podemos entender. Cuando los niños comienzan a crecer no entienden las cosas y comienzan a hacer preguntas al papá o a la mamá: “Papá, ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué…”. Los psicólogos lo llaman la edad de los “por qué”, la edad de los “por qué”, porque el niño no entiende… Pero si nosotros estamos atentos, veremos que el niño no espera la respuesta de su papá o de su mamá: otro porqué y otro porqué… el niño necesita en aquella inseguridad que su papá y su mamá lo miren. Necesita los ojos de sus padres, necesita el corazón de sus padres. En estos momentos de tantos sufrimientos no se cansen de decir: “¿Por qué?”, como los niños. Y así atraerán los ojos de nuestro Padre sobre su pueblo, atraerán la ternura del Papá del cielo sobre ustedes”.