2ª imagen: Karl Neuhaus, Cueva de hielo, Suiza. Paseando al atardecer por Madrid, vimos una fuente completamente helada, la cual no podía activar sus chorros de agua por razones evidentes. En cambio, la iluminación de la misma aun en funcionamiento le aportaba un carácter muy diferente, pues la capa de hielo reflejaba la luz unificándola, e incluso separándola en los colores del arco-iris en algunos puntos. Se había convertido en una fuente de luz y color en vez de agua, un efecto muy mágico. Sospecho que algo parecido experimentó en su día el artista centro europeo Karl Neuhaus, llevándole a mezclar hielo y luz. Sus esculturas, pues son trabajadas por él pese a su forma aparentemente natural, nos recuerdan a las grutas grotescas como la del Palacio Pitti de Florencia. Aspectos brutales, naturales, incluso amenazadores, que son matizados y definidos con la iluminación y sus colores aportados de forma artificial.
Pero la natura, en su sabiduría, no cesa en el empeño demostrándonos su saber hacer, como en la potente columna en la que se ha convertido esta pequeña cascada oscense.
Al margen quedará en mi anecdotario la nevada sufrida el domingo noche, regresando de recoger a un amigo en Atocha y que por la inexperiencia de los conductores con los que compartía vía, terminó siendo una odisea. El miedo bloqueó a algunos, parándose en mitad de la autovía en espera de un quita-nieves. Otros más arriesgados, perdían el control de sus coches y chocaban sin remedio contra las protecciones laterales, entorpeciendo más el tráfico. Pero sobre todo, el desconocimiento del uso de las marchas y los pedales en las cuestas heladas, hacía que aquellos que si lográbamos subirlas, tubiésemos que esquivar a los que no, como si de un eslalon inverso se tratase.
Dos horas retenidos, más 45 minutos de conducción para realizar los últimos 12 kilómetros que nos separaban de casa.