Ahora que India y Pakistán pueden declararse la guerra nuclear, empezamos a echar de menos los tiempos de la guerra fría, cuando el mundo estaba dividido en dos bloques cuyos líderes contenían las locuras de sus patrocinados con mano dura, a veces criminal.
Como buenos materialistas, EE.UU. y la URSS se ladraban, pero convivían. Defendían sus intereses sin ofrecérselos al cielo, como hacen ahora hindúes indios y musulmanes pakistaníes.
A partir del triunfo islámico en Irán el racionalismo tutelado por Washington o Moscú ha sido sustituido por sistemas de gran inspiración religiosa, y algunos con capacidad nuclear.
Son naciones regidas o apoyadas por fervorosos creyentes que desean entregarle el mundo a cualquier Dios o reencarnación apelando al martirio y al santo terrorismo.
Ahora, EE.UU. y Rusia se han aliado, haciendo trío con la OTAN; las antes orgullosas potencias europeas han santificado esta boda en la simbólica Roma, poniendo el terrorismo internacional como arras para la cohesión.
Y esta Europa, o se humilla aceptando incondicionalmente al caudillaje de Bush, o se queda apartada del nuevo eje que forman el creciente potencial científico y militar de Washington, y las casi inagotables fuentes de materias primas de Moscú
Sobrevivir aparte será difícil, y más ante los locos religiosos que reclutan terroristas en Asia y África, y que han redoblado la búsqueda de guerreros suicidas, especialmente de Alá, por toda Europa.
Por eso, empezamos a añorar la seguridad y la estabilidad de la guerra fría.