Hace ya unos cuantos años hablaba con un maestro y colega sobre lo inútil que era insistir en mover artículos en la plataforma "Menéame". Yo no consideraba un hito que un artículo de divulgación se moviera en esa plataforma en mayor o menor medida porque, básicamente, era un agujero de inmundicia y personas amargadas que lo único que hacían era invertir sus pobres espíritus en criticar, destrozar, hundir y vilipendiar todo lo que cayera en sus manos (sin hablar del machismo asqueroso y retrógrado que usaban sus usuarios amparados bajo el anonimato más sucio).
Así que, aunque él al principio lo defendía como herramienta y altavoz, acabó dándome la razón. El espacio que podría haberse usado como lugar de siembra de conocimiento se convirtió en motivo de angustia y constante alteración. Igualito que lo que ha ocurrido después con otras redes sociales. Con la televisión lleva tiempo pasando (cada vez más repugnantes los y las presentadoras de ciertos programas).
¿Qué tenían en común Menéame y, por ejemplo, Twitter? El anonimato. Sí, sé que muchos lo defienden (incluida yo) porque puede abrir la posibilidad de denunciar injusticias. Pero todo tiene un límite. Superado ese límite, todo son cuentas falsas, o cuentas reales aupadas por esas cuentas falsas con personajes que no sueltan una sola verdad a través de sus teclados, vídeos, montajes... Vergüenza de humanos enfermos de protagonismo.
Y otra cosa que tienen en común estas redes sociales: puedes mentir, que no pasa nada. Mentir, mentir, mentir... Y los que mienten han agarrado las herramientas de quienes defienden la verdad para defenderse. Ensucian su entorno, usan palabras que, en sus bocas, acaban perdiendo su sentido y las destruyen, hundiéndolas en lo más profundo de la miseria humana. Gentuza que actúa sin pensar en las consecuencias que, socialmente, puede tener toda esta agresividad gratuita. Construyendo un odio peligroso. Agresividad. Amenazas. Mentiras.
Yo pensaba que el mundo de las redes no llegaría al mundo real, que los de las redes vivíamos en una burbuja. "Twitter no es el mundo real", me decía. Pero ya no. Ya veo el odio en las caras. En las calles. Y también el miedo.
La mentira.
El miedo.
Las personas que odian por sistema, incapaces de respetar. Las que, asustadas, acusan a quien sea necesario de su situación. La falta total y absoluta de empatía en determinados entornos.
Me paro a pensar. Respiro hondo. Intento comprender por qué tal o cual persona ha reenviado un bulo sin pensar siquiera que puede ser mentira. En cómo esa persona se enciende, insulta y ataca sin meditar un ápice. En por qué no nos paramos a pensar en los demás como en iguales. Intento razonar. Pero me asusta pensar que ya es tarde. Ya han instaurado su odio. En la peor y más peligrosa de las circunstancias. Si esto sigue así borraré todas mis cuentas personales en redes. Desinstalaré las aplicaciones como whatsap y demás, porque el odio ha llegado incluso a los entornos que consideraba un refugio.
Estoy muy cansada de ver la irresponsabilidad de gran parte de la sociedad. Estoy harta de mentiras. Y no, no lo digo con agresividad ni enfado: lo digo con una profunda pena.
Cuánto añoro la paz social que nunca tuvimos. Cuánto añoro la sensatez.