Revista Cuba

Añoranza soviética: los muñequitos rusos

Publicado el 08 marzo 2015 por Yusnaby Pérez @yusnaby

Yo no viví en los 70s y 80s donde estos muñequitos era lo único que había. Yo crecí en los 90s donde también eran los únicos muñequitos que pasaban por el televisor pero casi nunca había electricidad. Libros soviéticos,  música soviética… incluso se aprendía ruso en las escuelas.

La televisión cubana copaba sus espacios, dedicados a los niños, con lo que llamábamos “muñequitos rusos”. Lo pongo entre comillas porque, en realidad, no todos esos dibujos animados, con los cuales nos bombardeaban, eran propiamente rusos. También la TV transmitía los de origen polaco, rumano, búlgaro, húngaro y checoeslovaco. Para nosotros, los cubanitos, todos esos “muñes sonaban a ruso” debido a la semejanza fonética, mayor o menor, de los diversos idiomas debido a su origen común eslavo.

Entre mis recuerdos más remotos, en ese sentido, están las celebres “Aventuras del tío Stiopa”, especie de Superman a lo soviet, con su uniforme de milicia (modo en que se nombraba a la policía en la URSS) salvando a una despistada anciana, atrapada sobre un islote de hielo en medio del deshielo primaveral del río Volga. También está en mi memoria otro animado, totalmente en ruso y sin subtítulos. Según supe años después, aquello era la versión sobre un cuento titulado “El fantasma de Canterbury” del escritor británico Oscar Wilde.

Cuando comencé en la escuela primaria, las maestras nos enseñaban una canción “correctamente soviética” llamada “Que siempre brille el sol” e insistían en que aprendiéramos el estribillo en ruso, algo difícil de asimilar para nosotros que, apenas, nos iniciábamos en la asignatura de idioma español.

En el campamento especial de pioneros “26 de julio”, los pícaros negritos cubanos les enseñaban a sus pálidos y perplejos camaradas rusos ciertas claves de la malicia criolla hecha en cuba. Estas claves, contrastaban con determinadas características de la idiosincrasia rusa, que eran caldo predilecto para el infaltable “choteo” cubano. Fue allí donde vi, por primera vez, los dibujos animados de Epidio Valdéz que, inexplicablemente, la televisión nacional no transmitía.

A Enrique Arredondo, reconocido y recordado comediante, le costó muy cara una de sus celebres “boutades”, que él improvisaba con una prodigiosa habilidad adquirida, durante años de trabajo, en compañías teatrales del género bufo. Los miércoles se transmitía, en vivo, por el canal 6 de la televisión cubana, un programa humorístico llamado “Detrás de la Fachada”. En este espacio, se representaban situaciones que ocurrían en un edificio de apartamentos. En un set escenográfico, que reproducía la sala de uno de estos apartamentos, aparecía Arredondo (quien interpretaba el personaje de “Bernabé”) enredado en un diálogo con otro personaje femenino. Mientras tanto un niño, que estaba incluido en la escena, se puso a correr alrededor de la pareja de tal forma que Enrique se salió del dialogo y le espetó: “Oye, o te estás tranquilo o te pongo los muñequitos rusos”.

Rápidamente, el pequeño se sentó en una butaca mientras el público presente en el estudio reía a carcajadas. Como consecuencia de esta broma espontánea, los últimos años de trabajo de este actor transcurrieron en la radio. Solo volvió a aparecer frente a las cámaras de la TV cuando formo parte de un guión humorístico, como parte de un espectáculo, que se tele transmitió desde el Teatro Karl Marx.

El “choteo”, ha sido siempre el antídoto predilecto del cubano contra la ponzoña provocada por los problemas o las imposiciones de toda índole.

Los criollos se burlaban de los españoles, los cubanos se mofaban de los norteamericanos que intentaron dominar material y espiritualmente a la Isla. Tampoco faltaron, bajo la sombra de ciertos y poderosos intereses, los que pretendieron imponer una visión hierática y “solemne” que entendía como un “serio problema” el “choteo” a los “entrañables y poderosos amigos soviéticos”.

Por otra parte, es muy llamativo el modo en que los realizadores de esos animados, se las arreglaban para burlar la férrea censura en sus países de origen. Un ejemplo paradigmático es el corto “Los músicos de Bremen”, el cual transmite un mensaje de belleza y libertad inusual para el momento en que fue concebido (Década de los setenta, “estancamiento Brezhnieviano”). Más directo aún fue el mensaje de otro corto animado “Corre riachuelo, corre”, que trata sobre cómo un Sapo y sus secuaces intentan detener y ESTANCAR a un joven riachuelo.

Como anécdota vale recordar una serie de animados, que conocimos en la Isla, denominado “Deja que yo te coja”. En uno de sus capítulos el lobo, que es una especie de delincuente o “hippie gamberro”, va caminando por la acera y fumando un cigarro. De pronto, algo lo asusta

y esconde este cigarrillo mientras “saluda” a dos osos policías que pasan en moto, luego recupera lo que, obviamente, es una cierta clase de “porro” y continúa su camino.

Por acá llegamos a asimilar, en la programación infantil, dibujos animados concebidos para adultos en sus países de origen como “La Familia Froelich” (República Democrática Alemana) o “Los Chapuceros” (Checoeslovaquia).

A inicios de la última década del moribundo siglo veinte, desapareció la URSS y se fueron a bolina, una tras otra, sus réplicas dentro del denominado “campo socialista” en el este europeo. En Cuba, también desaparecieron los “muñes rusos” de las pantallas televisivas y cinematográficas.

Los cubanos nacidos durante la década de los noventa, solo han conocido por referencia muchos de los personajes que poblaron esas “tandas” de animados: “Alfonso el espantapájaros”, “El cocodrilo genna”, “El deshollinador y su gato tizón”, “La muñequita Polonia” y sus inseparables amigos “Bakulin” y “plejachik”, “Machenka y el oso”, “El cartero fogón”, “El desconocedor y sus amigos”, los clásicos “lobo” y “conejo” en “Deja que yo te coja” ,”Pedrito el policía”, “Fantito”, “Se puede, No se puede”, “El Antílope dorado”.

Hace poco un buen amigo me comentaba, en broma, que mi generación pudo haber crecido “traumatizada” por los “muñequitos rusos”. Tal vez, algún día la antropología logre dilucidar, en serio, ese proceso de rechazo y asimilación inconsciente de un mensaje tan ajeno y, a su vez en ocasiones, tan cercano.

Mientras tanto, el tiempo nos va a cobrar el precio de la nostalgia.

Ese niño que fui (que fuimos), está indisolublemente ligado a aquellos “muñes rusos”. Esos que nos llegaban a través de la pantalla de un televisor soviético, en blanco y negro, que hoy ya no existe o yace roto y olvidado en un rincón. Así, también yace rota en algún lugar del camino la urna de cristal donde muchos crecimos, soñamos y gravitamos, por fuerza o por ignorancia, para bien o para mal.

 


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