Anquilosamiento que devasta
Al pensar en un hecho devastador, quizá pensemos en un fenómeno veloz, incontenible, arrasador; como los hongos atómicos que Little Boy y Fat Man dibujaron sobre las cabezas de cientos de miles de inocentes en Hiroshima y Nagasaki; como el fatal galope sobre la hierba que la leyenda atribuye al caballo de Atila; como la instantánea conversión de la mujer de Lot en estatua de sal cuando, en su huida, no pudo resistirse y se giró a observar la divina destrucción de Sodoma.
Atomic water
Pero acaso no consideremos otro tipo de elemento demoledor, no fugaz sino parsimonioso, que bosteza, haragán; una suerte de atmósfera viciada que, casi sin querer y hasta con hastío, acaba marchitando las ganas de flores de nuevas que descollan en derredor. Hasta que un día alguien logra levantar la cabeza y se descubre en medio de un cementerio.
Hace unas semanas reparé en este tipo de lenta violencia, en este anquilosamiento que trunca y arruina con la misma efectividad que el depredador que salta en carrera, se impulsa sobre la grupa de su víctima y vuela directo a desgarrarle la yugular. Fue al recibir una llamada, en la que la voz del otro lado me daba cuenta de dos noticias para mí impactantes: la segunda consecuencia de la primera, y la primera consecuencia de que esa persona levantó la cabeza, se vio en las fauces de un enemigo de esta índole y se dijo que hasta ahí llegaba.
Pondré nombre a cada cosa: el enemigo, el actual sistema público de educación y ciencia en España; la primera consecuencia, que esa persona había decidido abandonar la investigación tras una notable trayectoria de casi dos décadas, jalonada de un premio Fin de Carrera, doctorado cum laude, becas postdoc, fructíferas estancias en laboratorios de referencia internacional, ofertas desechadas para trabajar en universidades extranjeras, publicaciones en revistas científicas, comunicaciones en congresos…
Al respecto, hace unos años escribí en otro lugar un texto titulado ‘Un día histórico en la Universidad’, en el que relataba que acababa de leerse una tesis en La Laguna cuyo tribunal calificador al completo, excepto uno de sus miembros, estaba compuesto de doctores investigadores de primera línea ligados a la institución universitaria mediante contrataciones precarias; años después, poco de aquello ha cambiado; tan poco que uno de los miembros de aquel tribunal es la protagonista de esta historia.
Siguió adelante con sus proyectos, pero, en esta última etapa, lo más que pudieron ofrecerle fue un puesto de técnico especialista en un aparato científico que ella misma se encargó de montar. Sin embargo, al tiempo que coordinaba su uso, enseñaba a otros investigadores a obtener resultados de la técnica que dicho aparato permitía y daba clases en la facultad de Medicina y en un máster, al mismo tiempo, debía atender a su propia línea de investigación.
Fuga, by PAT
La gota que colmó el vaso no fue una sino dos: cuando supo que vendría una delegación europea para conocer la marcha de los tres proyectos locales de investigación más innovadores que se hacían en su ámbito científico y que el suyo era uno de ellos; y que, para no variar, no estaba clara una mejora de sus condiciones de trabajo después de noviembre, cuando culminaba su actual vía de financiación.
Ahí fue cuando levantó la cabeza y se topó frente a frente con lo que tanto tiempo antes había evitado: la atmósfera hipóxica en que estaba inmersa. Ser un investigador principal a precio de técnico temporal era lo más que el sistema público universitario de este país había podido ofrecerle a alguien que ronda la cuarentena y tiene sus cargas económicas, alguien que había desafiado la utopía de la conciliación familiar por mor de su querencia por la ciencia; en tanto, como muchos otros en su situación, compartía espacios con intocables “colegas” de plaza fija, frenesí de cafetería y nula actividad científica.
Una vez comprendió el alcance irreversible del anquilosamiento devastador que la rodeaba, difuminando su futuro profesional y hasta existencial, lo tuvo claro. Entonces jugó la inocente carta que se había guardado en la manga por si un día las flores que ella cuidaba se marchitaban sin remedio: acudió sin dilación a la consejería de Educación y se descongeló de las varias listas de profesorado sustituto en las que llevaba tiempo siendo la número uno.
Eso fue un viernes a media mañana. Antes del almuerzo le llegó un sms de la administración autonómica que le comunicaba que el lunes siguiente a las 8 de la mañana debía incorporarse al Instituto Antonio González de Tejina para dar clases de biología.
De este modo rocambolesco y grosero, el mismo sistema oxidado e indolente que acaba de aburrir a una investigadora ejemplar ha ganado una contrastada docente de primer nivel para las aulas de secundaria. Lo terrible es que dicho sistema nunca será capaz de advertir ni una cosa ni la otra.