Revista Opinión
Publicado en el diario Hoy, 1 de mayo de 2011
A un grupo reducido de individuos se les ofrece, previo pago, someterse a un experimento inocuo. Se divide el grupo en dos. Cada grupo deberá realizar la prueba de manera individual, sin saber las condiciones del experimento ni tener comunicación con el resto del grupo. El primer grupo debe observar durante un tiempo específico una gran variedad de imágenes desagradables, truculentas, de violencia explícita o mal gusto. Inmediatamente después de la prueba, oirá durante un tiempo una música melodiosa y relajante, se acondicionará la sala con una iluminación más tenue y se le ofrecerá un plato con alimentos y bebidas variados. Por otra parte, el segundo grupo deberá pasar por la misma batería de imágenes, pero no se le consolará con música ni viandas. Terminado el tiempo de la prueba, todos los miembros de cada grupo deberán confesar por separado a un miembro del equipo de investigación que describa las imágenes que ha observado y cómo le han hecho sentirse. ¿Cuál de los dos grupos crees que será más severo con la secuencia? ¿Cuál de ellos apreciará las imágenes con mayor indiferencia? Supongo que el atento lector habrá supuesto bien. El grupo que fue reforzado con estímulos agradables tras el visionado de las imágenes se mostró más pasivo y relajado al expresar verbalmente su experiencia.
Esto es lo que nos sucede a los ciudadanos cuando a diario somos bombardeados por infinidad de imágenes de muy variado tono e intensidad emocional a través de los diferentes medios de comunicación. Las imágenes de acontecimientos felices o neutros se entremezclan con aquellas que describen de manera gráfica sucesos trágicos o cuando menos incómodos. Aunque somos conscientes de este hecho, nos hemos acostumbrado a aceptarlo sin prever que pueda modificar nuestra forma de percibir el dolor y las desgracias ajenas. Observamos constantemente imágenes fugaces y repetitivas que no nos dejan tiempo para asentar las emociones que nos provocan, discriminando con serenidad aquellas que requieren de nosotros empatía o indignación de aquellas otras que son un mero placebo para nuestra vista. Esto genera necesariamente un debilitamiento de nuestra capacidad crítica y una asepsia emocional que nos acaba adormeciendo.
La rapidez e inmediatez con la que aparecen las noticias ante nuestros ojos refuerzan esta indefensión aprendida, dejando escaso tiempo para reposar lo que ha sucedido, analizándolo y valorándolo con juicio. Ya en medios tradicionales de información, como la prensa o la televisión, se podía apreciar esta forma de presentar los sucesos. Las nuevas tecnologías lo que han provocado es un aumento exponencial de la velocidad y la cantidad de noticias que un ciudadano puede visionar en un corto periodo de tiempo. Por lo tanto, lo esperable es que la revolución tecnológica dentro de los medios no esté sino potenciando el aumento de la pasividad ciudadana, cuando en principio el objetivo del cuarto poder era y es todo lo contrario.
Por otro lado, las redes sociales se han convertido en el nuevo catalizador de la opinión pública. A través de ellas, fluyen no solo noticias diversas, sino un catálogo prolijo de opiniones, debates y movimientos ciudadanos que están reactivando la conciencia social. Sin embargo, la naturaleza, el origen y la direccionalidad de las noticias dentro de las redes sociales siguen siendo aún difusos y en ocasiones cuestionables. Cada vez son más los grupos de presión, multinacionales e instituciones públicas que están aprovechando el tirón mediático de las redes sociales para expandir en ellas sus intereses particulares, a la espera de que su viralidad les sea propicia. Pero no debemos olvidar que quienes debemos decidir qué hacer con la información somos los ciudadanos, pese a que la celeridad y la profusión de mensajes enturbien nuestra lucidez. Desintoxicarnos de la información diaria para mirar de nuevo la realidad con pausa y equilibrio se ha convertido en urgente necesidad para el ciudadano contemporáneo.
Ramón Besonías Román